Sofía
Viena — 2018 a 2020
Mi madre pensaba que lo de Leandro había sido “una interacción apropiada entre futuros aliados”.
Yo sabía que había sido otra cosa.
Durante semanas después de Ginebra, revisé los periódicos esperando ver una foto nuestra en los jardines. No hubo ninguna. Los fotógrafos estaban demasiado ocupados captando la copa que se le cayó a un ministro, o la falsa cordialidad entre dos monarcas viejos.
Y sin embargo, Leandro se quedó en mi mente. Como un eco que no se va.
Le pedí a mi institutriz, señora Gerlinde, que me ayudara a escribirle una carta. Primero se negó, por supuesto. “No es conveniente que una joven princesa inicie contacto personal sin aprobación diplomática”. Pero después de verme dibujarlo tres días seguidos (siempre con su abrigo gris y su cabello desordenado), aceptó.
La primera carta fue corta.
***
Querido Príncipe Leandro,
Espero que recuerdes a la niña que no se cayó a la fuente. Yo sí te recuerdo. Te pienso más de lo que se supone que debería pensar a alguien que solo vi una tarde. Pero me gustó hablar contigo, aunque fuera poco. Me gustó que no fingieras. Me gustó que prefieras dragones.
— Sofía A. von Eidelstein
***
Tardó casi un mes en llegar su respuesta. La señora Gerlinde me la entregó como si fuera un secreto del Estado.
***
Querida Princesa Sofía,
No he dejado de buscar peces disfrazados de dragones desde que volví a Londres. No he encontrado ninguno, pero tengo la sensación de que tú sí sabrías reconocerlos mejor que yo. Mis tutores creen que me concentro más en literatura últimamente. No saben que solo leo esperando encontrar alguna frase que me recuerde a ti.
— L. A. J. Windsor
***
Así comenzó. Cartas que pasaban por manos de institutrices, embajadas, asistentes de confianza. A veces con dibujos, a veces con hojas de árboles secas de nuestros jardines respectivos, a veces con frases que no eran de reyes, sino de niños que querían conocerse mejor.
Leandro me contó que su madre era firme pero justa, que a veces sentía que el trono le pesaba en la espalda como una piedra.
Yo le conté que mi padre hablaba de alianzas como si fueran transacciones, y que en casa las emociones estaban mal vistas.
Éramos dos piezas raras dentro de relojes que marcaban siempre la misma hora.
Y cada carta era una pequeña rebelión.
***
Verano de 2020 — Ambos con 12 años
Me llegó una carta distinta.
No escrita con pluma, sino con letra agitada, temblorosa, como si él hubiera tenido que esconderla.
***
Sofía,
Hoy lloré frente a mi espejo. No me preguntes por qué. Tal vez por todo. Tal vez por nada. Pero después, pensé en ti. Y se me pasó un poco.
No sé si eso es amor. Pero si no lo es, se le parece.
— Leandro
***
La guardé debajo de mi almohada. Cada noche, antes de dormir, la leía en voz baja como si fuera un conjuro contra el mundo.
Mis padres pensaron que me estaba volviendo más obediente. No sabían que estaba amando en secreto.
***
Sofía en presente
“En esas cartas aprendí más de él que muchos aprenden en toda una vida juntos.
No hablábamos de coronas, ni de deberes. Hablábamos de los nombres que les pondríamos a nuestros perros. De cómo sería nuestra casa si no fuéramos realeza. De lo que más temíamos: no ser escuchados.
Pero yo lo escuchaba a él. Y él me escuchaba a mí.
Eso fue suficiente. Hasta que... ya no lo fue.”