"Jae, sé que quizá me odies luego de leer esto, pero es necesario.
La señora Park llamó, luego de tanta espera, y sabes que no podría decirle que no a una oportunidad de oro como ésta.
Soy consciente de que acordamos ir juntos en caso de que se dieran las cosas tan bien, pero..., aunque te quiero, creo que lo mejor será que lo haga sola. No creo poder lidiar con el hecho de que aún no has conseguido trabajo. Cariño, sabes que una mujer de mi calibre merece algo mejor que un simple doctor que ni siquiera puede lograr estar fijo por seis meses en un hospital. Y no me importa cuánto puedas decir que es mala suerte. Si cada vez que trabajas, según tú lo mejor que puedes, te despiden porque 'no tienen presupuesto para tanto personal', y el único al que despiden es a ti...
No eres tonto, Jae. Y yo tampoco. Sé que quizá no rindes en el trabajo, y por eso te despiden tan rápido. O tal vez por tu condición...
Como dije, y como tú también sabes, merezco algo mejor que mantenerte cuando esos episodios ocurren.
No quiero que me busques, ni me llames, ni te molestes en 'cambiar por mí'; un hombre como tú, nunca cambia. Sólo eres un vago al que le gusta que su mujer se canse trabajando para cumplirle sus caprichos.
Espero que algún día abras los ojos, y te des cuenta de la mujer que perdiste por tu actitud.
Y te diré algo, jovencito: a pesar de todo, te quiero. Por eso me voy; para que, tal vez y estando solo, mejores.
Ojalá cumplas lo que tanto deseas; lo digo de todo corazón y con la mejor de las intenciones.
Adiós."
Esas eran las palabras que planeaba escribir en la carta, pero luego de leerlas detenidamente, sabía que él no se las creería. La conocía demasiado bien. Jamás le había recriminado por lo que ocurría en su trabajo, y él siempre ayudaba en casa, pero por alguna razón creyó que mentirle sobre el porqué se iría era mejor a seguir con eso.
«Simplemente no quiero herirlo... No se merece lo que hice...»
Unas lágrimas rebeldes se deslizaron por sus mejillas mientras tomaba la hoja de papel y la rompía con ahínco. Escuchó la puerta principal abrirse, seguida de un ¡Ya llegué, amor!, y secó su rostro como pudo. Compuso la mejor sonrisa, y fue a ver al hombre que había traicionado para amarlo una última vez.
Cuando los rayos del sol se colaron por entre las cortinas de la habitación, éstos dieron de lleno con el rostro de Jaeden, quien no pudo evitar sonreír al recordar la noche anterior. Diablos, hacía tiempo que Ari no había podido dormir en casa, y le recompensó de la mejor manera. Perdió la cuenta de cuántas veces había gritado su nombre, y eso le encantaba.
Se estiró perezosamente, y buscó a tientas el cuerpo cálido de su prometida entre las sábanas, levantándose de golpe al no encontrarla. «¿Estará en la cocina?», supuso al no escuchar el agua de la ducha correr. Se colocó los pantalones del pijama que sacó de su armario y caminó perezosamente al baño. Luego de estar un poco más decente, bajó las escaleras a donde creía que Ari se encontraba. Tuvo que parpadear tres veces seguidas para asimilar que no era así.
La cocina estaba vacía. Pulcra.
Buscó en cada parte de la casa. Marcó su celular más de quince veces, con una sensación extraña en el pecho. «Tal vez se fue temprano al trabajo», pensó para calmarse. «Pero hoy es domingo», susurró una vocecita queda en su mente. Volvió a la cocina. Sacó una jarra con agua del refrigerador y la apoyó en la encimera mientra buscaba un vaso. Necesitaba despejarse. Comenzó a servir el agua, cuando notó una pequeña nota en la pared, sobre el lugar donde estaba la cafetera:
"Espero que puedas perdonarme cuando lo sepas.
Te amo.
Adiós.
Arianna"
Antes de poder evitarlo, el vaso de agua se resbaló de sus dedos, cayendo al suelo con estruendo. Tomó el mísero trozo de papel. Minutos después, perdiendo la cuenta de cuántas veces lo había leído, se apoyó de la isla a su derecha. Las lágrimas comenzaron a nublarle la visión. Teniendo cuidado por inercia de los trozos de vidrio a sus pies, fue corriendo a la habitación principal. Abrió con fiereza el armario de ella, y se derrumbó de rodillas en el suelo, mientras un dolor punzante comenzaba a instalarse en su pecho. No estaba su ropa, sus zapatos.
Fue a la pequeña habitación contigua, donde ambos solían terminar de arreglarse, y sus objetos personales no estaban. Maquillaje, perfumes... nada.
Náuseas le invadieron cuando, al ingresar por segunda vez en el baño, tuvo que recriminarse el no haber percatado que su cepillo de dientes, ni sus molestas cajas de tampones ni las pastillas para el dolor menstrual estaban en el pequeñísimo almacén a un costado del lavamanos doble.
Salió arrastrando los pies, aún con la sensación de dolor en el pecho. El trozo de papel seguía en sus manos, estrujado dentro de un puño tenso y ligeramente blanquecino en los nudillos gracias a la presión ejercida. Se dejó caer como peso muerto sobre la cama. Quiso tomar el celular de la mesita de noche, pero no estaba. Ni recordaba dónde lo habría dejado en medio de su búsqueda por Ari. Comenzó a hiperventilar, y cerró los ojos. «Ahora no», pensó frustrado. Sin necesidad de abrir los párpados, hurgó dentro de la gaveta de la mesita a su lado, y extrajo de ella una tableta de pastillas ya a la mitad. Tomó dos y, en vista de no tener agua al alcance, las situó debajo de su lengua. A medida que se disolvía, terminó de tragar lo que quedaba. En un tiempo, surtirían efecto.
Al menos, eso creía.