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Tenia un hilo rojo?

De la fisura de un pared salía un hilo rojo.
Un lado parecía moverse, el otro estaba fijo, colgado de un pedazo de madera podrida, clavado tal vez por el tiempo o la suerte.
Era un hilo tan rojo, tan perfecto, que resaltaba entre los tonos grisáceos de la habitación.
El lado suelto caía hasta el suelo donde se enredaba entre sí, formando una especie de nido.
Pero no tanto como para ser molesto.
Justo cuando el niño terminó de acomodar sus cosas, observó la cuerda.
Se le quedó mirando, fascinado, curioso.
Era tan atractivo, sobresalía entre todo el desorden.
El niño lo jaló suavemente y el hilo regresó a su lugar.
Repitió la acción unas tres veces, y en una cuarta ocasión el hilo ya no se regresó.
El niño lo jaló hasta que enredó su dedo, luego su brazo, y después a todo su cuerpo.
El hilo tenía una sensación suave, como de terciopelo.
El lado aparentemente colgado se despegó de la madera y el niño cayó al suelo sin desaprovechar la oportunidad.
Se le apareció un elfo.
El elfo usaba un disfraz de duende y tenía un gorro verde que le cubría las orejas a empujones.
Y justo en ese momento, el niño se dio cuenta de que en realidad no era un disfraz, y el ser frente a él era un verdadero elfo.

—¿Quién eres? —preguntó el niño.
—Soy un elfo.

Y le dejó de interesar el hilo.
Le explicó que ese hilo era el hilo rojo del destino, que une a las personas que están destinadas a conocerse.
—¿Y tú estás unido conmigo?
—No.
—¿Y por qué viniste?
—Porque alguien más tiró de ese hilo y te conectó.
—¿Quién?
—Ven, vamos a averiguarlo.

El niño lo siguió.
Y bajaron por un túnel secreto dentro de la pared.
Bajaron más y más, en espiral, hasta que llegaron al bosque.
Era un lugar de cuentos, donde las ramas parecían moverse y las hojas susurraban secretos.
El elfo tomó una hoja del suelo, la sopló y en su lugar apareció una luciérnaga.
Caminaron por un sendero de piedras brillantes, hasta que encontraron a una niña.
Ella también estaba envuelta en hilo rojo.
—Ella fue la que lo tiró —dijo el elfo.
El niño la vio.
Ella parecía tener su misma edad, tal vez un poco más pequeña.
Y también lo miró.
—Hola —dijo ella.
—Hola —contestó él.

Y en ese momento, el hilo se estiró y se tensó entre los dos.
Y luego... se volvió invisible.
Pero ellos ya lo sabían: estaban unidos.

El niño y la niña se miraron como si ya se conocieran desde antes de nacer.
No sabían por qué, pero algo en sus pechos latía más fuerte, más claro.
El hilo, aunque invisible, aún tiraba de ellos como un susurro persistente.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella.
—No lo sé —dijo él—. Pero quiero saber por qué tú. Por qué yo. Por qué el hilo.

El elfo sonrió de lado, como quien sabe más de lo que dice.

—Porque el destino no junta cuerpos… junta almas que se extrañan aunque no se conozcan.

Los llevó por un camino más profundo.
Ya no había flores, ni árboles comunes. Ahora todo parecía estar hecho de luz, sombra y murmullos.
Era el Bosque del Entrelazo, donde nacen los hilos rojos, los verdaderos.

El aire olía a nostalgia y tierra mojada.

Caminaron hasta un claro donde había un lago que no reflejaba sus cuerpos…
...sino sus recuerdos.

El niño se vio solo en una habitación gris.
La niña, frente a una ventana esperando a alguien que nunca llegó.
Ambos estiraron la mano al agua al mismo tiempo, y entonces lo entendieron:

Se estaban buscando desde antes de encontrarse.

Las luciérnagas comenzaron a salir del agua, cientos, miles, girando en espiral.
Y cada una llevaba una palabra escrita en sus alas diminutas:

“Coraje”
“Herida”
“Esperanza”
“Abandono”
“Amor”

La niña tomó una luciérnaga con la palabra “coraje” y la puso en el pecho del niño.
Él, sin pensar, atrapó una con “esperanza” y la colocó en el corazón de ella.

En ese instante, ambos comenzaron a flotar…
No con magia de hadas, no con polvo de duende…

Con la ligereza de quien ya no carga su tristeza solo.

El hilo rojo volvió a brillar, un destello apenas visible entre sus manos entrelazadas.

Y el elfo, que los observaba, derramó una lágrima.
—Pocas veces el hilo lleva a dos que se salvan mutuamente.

Cuando el niño y la niña se miraron por última vez, no dijeron nada.
No hacía falta.
El hilo rojo ya no se veía, pero seguía ahí: latiendo entre sus dedos, sus recuerdos, su destino.

El elfo los miró partir por caminos distintos.
Pero antes de desaparecer, les dijo:

—Hay hilos que unen.
Y hay hilos que salvan.

Desde entonces, cuando alguien encuentra un hilo rojo colgando en algún rincón del mundo...
es porque ellos dos, en silencio, siguen ayudando a que otros se encuentren también.



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En el texto hay: besos que solo pasaron

Editado: 28.06.2025

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