Bijoutier

Capítulo 4

El medallón había reaccionado a mi sangre, comprobando que era mío.

 

Los guardias y Traian, el chico que me ayudó en llegar al muro Asyr, se sorprendieron.

 

-Eso significa que usted es... —murmuró Traian sorprendido.

 

Los tres se veían pálidos.

 

-Eso no puede ser, no se supone que... —dijo el guardia más joven, desconcertado.

 

-¿Qué es lo que se supone de qué? —pregunté sin comprender lo que el joven guardia decía.

 

-La yeminesa murió al nacer, o eso se suponía —contestó un guardia peliverde.

 

"¿Yeminesa?".

 

-¿Qué es una yeminesa? ¿Quién es la yeminesa?—tragué saliva.

 

-Usted, joven alteza, es la yeminesa. El medallón solo reacciona ante la Familia Real —contestó el guardia de mayor rango cambiando su postura hostil a una más bien sumisa y servicial—. Lo extraño es que debió brillar también el falso-zafiro, de seguro solo está descompuesto, nadie más que los Fedlimid conocen el mecanismo de esa cosa.

 

"Si lo que dice este guardia es cierto, entonces yo soy...".

 

Los guardias me llevaron dentro de un muro de concreto blanco llamado Asyr. No sé si Elektra habrá salido del Cuarzo Crista-no-se-qué, ni pude agradecerle a Traian por habernos ayudado en nuestro viaje.

 

Al otro lado del muro, tenían ya preparado un carruaje junto a unos hombres de verde y violeta. En el exterior era blanco bañado en oro, plata y cristales violeta y azul marino, el interior estaba igualmente decorado con cojines de telas suaves al tacto y un par de pequeñas ventanillas. Lo que más me llamó la atención fueron los animales que arrastrarían aquel carruaje, creía que esas criaturas solo existían en la ficción; un par de unicornios albinos cuyo cuerno era tan picudo que podría atravesarte en dos como una lanza.

 

Estaba cerca de un precipicio, pero eso no fue un problema al momento de cruzar el acantilado hacia Aslaug, donde se encuentra el castillo de la Familia Real, cuando se acercaron al borde unas lianas formaron un puente para evitar que cayera el carruaje a unos remolinos de mala muerte. Cuando las ruedas traseras lograron pasar, las lianas se habían recogido enrollándose.

 

Era como estar dentro de un cuento de hadas, solo que no era un cuento.

 

A los pies de unas colinas de abundante vegetación salvaje se encontraba imponente y majestuosamente un castillo blanco cuadriculado de tejas azules y moradas con varias torres rectangulares. Me recordaba a los castillos de los cuentos para niños que suelen mostrar en las películas de princesas de Disney y de Barbie.

 

El carruaje se detuvo delante de la entrada principal del castillo, una compuerta gruesa de metal enrejada con varios picos horizontales. Uno de los hombres de verde me abrieron la puerta del vehículo, en cuanto me bajé la compuerta se elevó para permitirnos pasar al interior de las murallas. A poca distancia de las puertas principales el carruaje se detuvo para permitirme bajar con ayuda de los escoltas, aunque era perfectamente capaz de hacerlo por mí misma no me atreví a hacerlo en ese momento.

 

Nunca creí que podría conocer a mis padres biológicos, que fueran las personas más poderosas de un reino era lo que menos me esperaba. No sabía cómo eran ni cómo me iban a recibir.

 

Una mujer mayor de cabello y ojos turquesa me guio hacia el torreón desde el recibidor.

 

Un par de puertas de madera ovalada estaban abiertas, autorizando mi acceso a uno de los sectores más importantes del castillo, el salón del trono. Lo primero que vi fue la plataforma del trono limitada por un vitral romboidal azul por la izquierda y violeta por la derecha; unos lienzos bordados con una gran corona sobre un escudo de una serpiente morada subiendo en contra de la corriente de una cascada, estos conformaban un arco sobre la plataforma. Bajo los lienzos, unos guardias resguardaban tanto la habitación como a la elegante mujer sentada en el trono de la derecha. Una larga alfombra bordada con serpientes color lila marcaba el camino desde la entrada hasta donde ella se encontraba.

 

En cuanto puse un pie en la habitación, la mujer se incorporó y a paso rápido se acercó a mí. Yo le tiraba unos cuarenta y tantos años. La ostentosa ropa de esta mujer delataban su posición en el castillo, en otras palabras; ella es la reina. Llevaba en su cabeza sobre su purpura cabellera, una corona dorada con estrellas moradas y diamantes; una larga capa dorada reposaba sobre su largo vestido violeta ceñido con un cinturón platinado. En su cuello colgaba un medallón idéntico al mío, lo que indicaba que aquella sofisticada mujer, la gobernante de este reino, es mi madre.




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