Bijoutier

Capítulo 7

Una sacudida me despertó sobresaltándome. 

Di un bote en el asiento, el carruaje no se movía, se había detenido. Trataba de orientarme, mi cabeza andaba lenta y la oscuridad tampoco era de mucha ayuda. Uno de los sirvientes asomó su cabeza tras abrir la puerta del carruaje desde el exterior.

-¿Qué sucede?—pregunté atontada aun por el sueño.

-Hemos llegado al castillo, joven yeminesa—me tendió la mano para ayudarme a bajar.

La noche me sorprendió, un lienzo negro cubierto con un centenar de estrellas cubría el cielo sobre nuestras cabezas, las lunas gemelas decidieron no presentarse ante nuestra presencia.

La temperatura bajó varios grados en Aslaug, el frío se coló en mi ropa haciéndome estremecer. No era una persona apasionada a los climas gélidos.

A veces extrañaba la calefacción y los faroles con energía solar del otro mundo. 

Entré en el castillo y tomé un pasadizo que encontré de casualidad en mi primer mes mientras exploraba el castillo y lo memorizaba para no depender demasiado de los sirvientes y que pudieran ocuparse  de otras tareas. Debía subir unas largas y angostas escaleras en caracol, solía demorarme una eternidad en subir a mi cuarto porque debía detenerme para descansar y tomar una tonelada de aire que calmara mis pulmones.

Creí reconocer la decoración del pasillo en que se encontraban el dormitorio de Ingar y el mío: esculturas de alicornios, serpientes pintadas en las paredes y lienzos con el escudo real. Me había equivocado en un ligero detalle, en el pasillo que comparto con mi hermano no había amenazantes rosas azul violeta en las ventanas de piedra. 

Era el pasillo de mis padres. Son tan similares que a veces los confundo.

 Me había faltado un piso y pensé en seguir por las escaleras principales, cercano al dormitorio real, es decir, el de mis padres.

Pasé frente a la puerta del dormitorio de mis padres, esta estaba abierta lo suficiente para ver a mis padres en el interior.

-¡Te dije que te deshicieras de esa bastarda! —oí de repente a mi padre gritar de forma estruendosa e intimidante a alguien.

Empecé a andar despacio hacia las escaleras evitando ser detectada, tratando de pasar desapercibida, no quería meterme en lo que no debía entrometerme.

-No esperaba que sobreviviera, debía partirse la cabeza el pegaso debió tirarla mientras surcaba el cielo —oí a mi madre agriamente responderle de vuelta de la misma forma—no debió volver nunca de ese pozo.

Me paré en seco, mientras me tapaba la boca para evitar que saliera el más ligero ruido. Estaban hablando de mí. De una forma para nada agradable, se sentía el aire cortar la respiración y mis pies se transformaron en pesadas piedras de concreto.

-¡Y por si fuera poco, estuvo fraternizando con plebeyos!—escuché a mi padre gruñir con repulsión— ¡No entiendo qué tan difícil es deshacerse de una mocosa tonta e ingenua!

-Le he puesto todos los días veneno a lo que come y bebe, y aun así lo resiste —la oí decir con agresividad— ¿Por qué mejor no lo haces tú?

¿¡Veneno, en mi comida!?” sentía como si me hubiera estampado contra una pared, siendo mi rostro la parte más afectada de mi cuerpo.

-Porque fue tu descuido, Dionea. Tú permitiste que nuestra sagrada sangre real se arruinara con la bastarda de tu hija —lo dijo de tal manera que podía romper hasta hacerse trisas al más grueso y duro diamante de Bijoutier—. Fue una casualidad que volviera del Poso de la Perdición, pero estos errores que has cometido hasta ahora son imperdonables.

 -¿Y qué sugieres, Alfarr, que mate a mi hija con mis propias manos? Yo no pienso manchar mis zapatos ni mi delicada piel, para acabar con un insignificante insecto.

-No sé qué tanto debas hacer, pero debe ser certero. Te doy dos noches, es la última oportunidad que te doy para acabar con la vida de tu bastarda, Dionea —le oí advertirle a mi madre.

Comencé a correr en silencio, tratando de no hacer ruido hasta llegar a mi habitación. 

Cerré la puerta despacio, me derrumbé apoyando mi espalda en esta recogiendo mis piernas, llevando mis manos a la cabeza y apoyando los codos en las rodillas, ocultándome de la realidad. De la dolorosa y cruda realidad.

Todo era mentira, una  vil mentira”.

No paraba de resonar en mi mente, la palabra “Bastarda”. Una bastarda, eso quería decir que el rey no era mi padre, por eso el medallón reaccionó de esa forma, porque soy una bastarda, motivo suficiente para que me odie. 

Estaba en un estado de shock, no podía procesar lo que acababa de pasar, cómo debería reaccionar a una situación así. Había caído en sus mentiras como una mosca atraída por una planta carnívora, una mosca estúpida, muy estúpida. 

Las lágrimas picaban por querer salir, estaba temblando y no precisamente por el frío nocturno. 

Pensé que estaba preparada para lo peor, que no me decepcionaría de lo que fuese a encontrar al venir aquí. Yo le había creído sin dudar a mi madre, aparentando fragilidad con su palidez y fingiendo un afecto que no sentía, me había engañado por completo. Era la viva imagen de las amatistas, de las que se debía desconfiar. En la que yo confié.




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