Era un momento de decisiones difíciles: tenía dos opciones, y ninguna parecía ideal. La primera, pararla en seco y decirle que estaba enloqueciendo; la segunda, dejarla seguir y ver a dónde iba a parar todo esto. Y, por alguna razón incomprensible, la segunda opción me atraía más de lo que debía.
—Alberto, ¿quieres que me desabroche el pantalón? —me dijo, sin más rodeos. Y ni me dio tiempo a responder, porque, claro, ya lo estaba haciendo.
Se bajó el pantalón sin ningún tipo de vergüenza, quedando en ropa interior. Yo, un caballero hasta el último segundo (o eso quiero pensar), intentaba mantener una pizca de dignidad mientras veía cómo mi férrea resistencia moral se hacía añicos ante sus pantaletas blancas y su brasier rojo. No sabía qué me pasaba, pero estaba claro que la razón había dejado de ser parte de esta ecuación. ¿Qué demonios estaba ocurriendo aquí? Si apenas la conocía, ¿cómo era posible que…? Bah, ¿a quién quería engañar?
Me acerqué tomándola de los brazos y lanzándola sobre la cama como si fuera un súper héroe de película de acción, aunque probablemente me veía como un pingüino tambaleante. Ella me rodeó la cara con sus manos, y yo, casi en automático, mis manos fueron a parar en sus caderas.
—Por favor… deténteme… antes de que mis hormonas tomen control total —suplico, en un intento heroico por sonar racional.
—¿Detenerte ahora? No, no… Ya estás igual de loco que yo. Aquí no hay culpables, solo… pues… dos locos. Y estamos a punto de probarlo —me dijo, y nuestras caras se acercaban al beso inevitable.
¡Y de repente, la puerta se abre de golpe! Nada menos que Dery, el compañero más inoportuno del mundo.
—¡Alto! ¡No puede pasar! —gritaba, no sé si a mí, a Yolanda, al universo… o al armario. Pero detrás de él había algo mucho peor: un abuelo. No un abuelo cualquiera, no, sino uno con músculos como rocas, cara de furia desatada, y… ¿electricidad? ¿Eso es legal en un abuelo?
—¡Abuelo! ¿Qué haces aquí? —Yolanda gritó, poniéndose de pie y, con un encantamiento, apareciendo mágicamente vestida de nuevo. Yo, por otro lado, no sabía si llorar o huir.
—Señor Berek… esto… es solo teatro experimental… nada de lo que parece… solo amigos, ya sabes…—dijo Dery, tratando de salvar la situación, aunque su excusa tenía menos credibilidad que un billete de tres dólares.
El abuelo Berek ni siquiera se molesta en responder. Y, en un parpadeo, el abuelo Berek estaba a mi lado. Literalmente. Me agarró del brazo, y desaparecimos de ahí antes de que siquiera pudiera gritar. Aparecimos en una sala blanca, enorme, con bloques de piedra. ¿Un gimnasio medieval? ¿Una sala de entrenamiento mágica? No tenía idea.
—¿Quién eres y qué haces con mi nieta? —me espetó, con la delicadeza de un dragón enfurecido.
—Soy… Alberto. No tengo nada que ver con ella. O sea, nada de nada, la acabo de conocer hoy… —respondí, con una sinceridad que esperaba me salvaría. Pero no. Porque al abuelo le empezó a salir electricidad por todos lados.
—¿Entonces estás diciendo que mi nieta se lanza sobre cualquiera que recién conoce? ¡¿Eso estás diciendo?!
—No, no, no, no es así… —intenté, pero antes de que pudiera completar la frase, sentí un puño tamaño familiar estampándose en mi cara. Y, mientras volaba por el aire, vi mi sangre suspendida en cámara lenta, como en una película barata de acción.
Entonces, ¡zas!, otro puñetazo en la espalda que me envió hacia arriba el cual me hace despegar como un cohete mal calibrado. Mi sangre caía al suelo en un estilo muy poético, pero mis huesos gritaban.
Cuando ya pensaba que me convertiría en salsa de tomate, apareció un tipo rubio y joven, vestido como maestro de la escuela mágica. Justo cuando ya veo mi vida pasar ante mis ojos, me agarra y me salva del impacto final contra el suelo.
—¿Estás bien, chico? —me preguntó con la inocencia de quien ignora que tengo más moratones que huesos sanos.
—Oh, de maravilla, como si estuviera en un spa… —contesté, tosiendo sangre. Pero este genio insistía.
—¿De verdad estás bien? Me sorprende que aún estés despierto después de esos golpes.
—Sí, bueno, siempre fui resistente a las preguntas tontas, parece que también a los puñetazos. Aunque, ya que insiste, tal vez deberíamos ir a la enfermería. Mi sangre parece estar creando una nueva obra de arte en su traje, y eso podría ser un inconveniente para usted —le respondí, ya resignado a la humillación.
Él, sin decir más, hizo otro hechizo y desaparecimos. Lo siguiente que supe es que estábamos en el hospital de la escuela, donde al menos podrían reconstruirme la cara y darme una buena excusa para no volver a ver a la familia de Yolanda en, digamos, mil años, hasta que me empieza a preocupar si el abuelo de Yolanda planea hacerme una segunda visita.