Al día siguiente de lo que pasó con mi hermana, me fui directo a la Casa del Socialismo en el Área de Tecnología. Suena impresionante, ¿no? Pues es básicamente un edificio donde meten un montón de estudiantes nerviosos a esperar sus resultados. El camino hasta allí parecía un desfile de todas mis inseguridades: "¿Y si no aparezco? ¿Y si he fallado? ¿Y si tengo que repetir y me convierto en el tipo eterno que siempre está ahí, año tras año, como una leyenda urbana de los malos promedios?"
Al llegar, había tanta gente que parecía una convención de fans de resultados de exámenes. Todos miraban un monitor gigante como si fuera una película de acción y estuvieran esperando la escena final. Yo me preparaba mentalmente para acercarme, cuando, de repente, ¡Haru! Sale de entre la multitud corriendo como si fuera mi fan número uno, me abraza y grita que aprobé. ¡Milagro! En el subidón de la noticia, la agarro y le doy un giro en el aire, ¡un giro de 360 grados en toda regla! Me siento todo un héroe.
Al dejarla en el suelo, le suelto una broma:
—¡Viste, Haru! No tienes que ponerte tan nerviosa si un chico te toca, ¡mira cómo tú misma me abrazaste!
Roja como un tomate, se pone las manos en la cara y sale disparada, avergonzada. Yo me quedo pensando, “Bueno, igual me pasé. Mejor hubiera fingido que no pasó nada, así poco a poco se relaja y se comporta como una persona normal... o algo así”.
Ya sin Haru, me acerco al monitor para buscar mi nombre. Y sí, ahí estaba: ¡74 puntos! No era la mejor nota del mundo, pero oye, ¡aprobado es aprobado! Lo importante es que esos exámenes eran tan difíciles que sacar un 100 era básicamente una leyenda. Al lado mío, un chico con lentes me da un codazo y comenta:
—Solo hubo nueve estudiantes que sacaron 100 puntos. Seguro son superhumanos o algo. Yo saqué 88 y me siento como un genio.
—¡Ja! Eso es porque son unos ratones de laboratorio, supongo estudiaron tanto que seguro no tienen vida, ni amigos, ni nada. ¿Quién haría ese sacrificio solo por un 100? ¡Nadie con una pizca de sentido común!
En eso, todos los estudiantes alrededor empiezan a dispersarse como si alguien hubiera gritado "¡Fuego!". Me quedo solo en un abrir y cerrar de ojos, y, al mirar de reojo, noto una sombra gigante detrás de mí. La cosa se ponía interesante.
El chico de lentes, que segundos antes parecía todo valiente, ahora estaba saliendo disparado como si hubiera visto un fantasma. Pero yo me digo a mí mismo: "Tranquilo, no te muevas. Aquí está tu oportunidad para brillar. Sea quien sea, lo enfrentas, lo derrotas, y te ganas una ovación de la multitud". Ya lo estaba visualizando, yo, el héroe entre la Casa de los Cerebritos.
La sombra se acercaba más y más, sus pasos sonaban como tambores de guerra, y justo cuando estoy a punto de girarme y soltar una frase épica para impresionarlos a todos, oigo una voz que truena detrás de mí:
—Quítate del camino, muchacho, que no dejas ver.
Antes de que mi cerebro pueda reaccionar aun de espalda, recibo un golpe en el oído que me lanza directo al suelo. Y no solo caigo, ¡me deslizo! Como si fuera una bola de boliche, tirando a otros estudiantes que están por ahí como pinos en un strike. Al menos el piso quedó limpio por donde me deslicé; todo sea por el bien de la higiene.
Me suena el oído izquierdo como si tuviera un campanario dentro, y, mientras trato de levantarme y disimular el dolor como todo un campeón, vuelvo a caer otra vez en cámara lenta, encima de los estudiantes que ya estaban en el suelo. Mis oídos zumbaban, pero con el bueno alcanzo a escuchar algunos murmullos: "Esa fue una de las notas de 100...". ¿Pero de qué nota de 100 están hablando? No entiendo nada. Solo sé que sea quien sea, lo quiero borrar del mapa.
Levanto la vista como puedo y veo a un tipo enorme y una chica pequeña, con el cabello rosado y corto, muy parecida a Yolanda, pero en versión mini. Ella le dice algo al grandulón, creo que algo así como "No debes golpear a los demás así", y yo, mientras tanto, me voy escurriendo entre la multitud, porque ahora tengo claro que la última persona con quien quiero problemas es con Berek ese ogro, pues para mi sorpresa era él.
Salgo de ahí a trompicones, con la dignidad hecha polvo, y decido que nunca, pero nunca en mi vida, había pasado tanta vergüenza delante de tanta gente.
Mientras salgo de la Casa de Tecnología, me toco el oído, sintiendo la sangre seca. ¿Voy a perder la audición en ese oído? Excelente. Así podré ignorar los sermones de mi hermana sin remordimientos. En eso veo a Haru hablando con un hombre. Apenas me ve, sus ojos se llenan de preocupación y pregunta:
—¿Qué te pasó?
—Nada, solo un choque casual con… un muro de concreto. —Me río, como si fuera el tipo más relajado del planeta—. ¿Puedes echarme una mano con el oído? O la oreja, o lo que sea que ahora tenga en esta parte de la cabeza…
Haru suspira y se pone en modo médico. Coloca su mano sobre mi oído, y de pronto, ¡boom! ¡Cero dolor! Se siente tan bien que casi me olvido de que estaba, literalmente, desangrándome.
—Haru, tienes unas manos milagrosas. ¿Qué haría yo sin ti? —le digo, con mi mejor sonrisa de cachorro abandonado. Ella se sonroja un poquito, y yo ya estoy planeando el discurso de agradecimiento.
—No es nada —dice, mientras yo trato de parecer el chico más bueno del mundo—. ¡Ah! Alberto, este es mi padre, Anderson.
¿Su padre? ¡Horror! Y yo pensando en cosas nada puras a dos pasos de él. Anderson me mira con esa sonrisa incómoda de padre protector, pero, para mi sorpresa, es muy cordial:
—Gracias por cuidar a mi hija, chico. ¿Por qué no te invito a comer?
Bueno, esta es mi oportunidad. Tengo que dar lo mejor de mí. Carisma, sonrisa, amabilidad ¡todo el paquete incluido!
—¡Claro! Vamos a ese restaurante tan elegante aquí cerca, se ve genial, ¿no?
Pero su padre mira el restaurante y suspira.
—Eh… con el sueldo de conserje, creo que ese lugar no es para mí. Mejor vamos al comedor público. Hoy tienen carne de cerdo, y si nos apuramos, todavía queda.