La arena estaba en silencio, como si todos contuvieran la respiración, interrumpida solo por el entrecortado resoplar de Raúl y David, quienes se miraban fijos, cada uno esperando que el otro se rinda primero.
Raúl excitado por la adrenalina del momento, con esa media sonrisa de “esto no es nada” y dijo:
—Eso es todo, ¿David? ¡Ya estás al borde!
David, como buen protagonista dramático, ni se molestó en responder. Simplemente se enfocó y, de repente, ¡shazam!, una espada de fuego chisporroteante apareció en su mano, como si fuera la cosa más normal del mundo. Raúl hizo una mueca, pero ni lento ni perezoso, se lanzó al ataque.
David empezó a blandir la espada como si estuviera batallando contra un ejército de moscas invisibles, lanzando espadazos de fuego como si repartiera pan caliente en hora pico. Raúl apenas lograba esquivar el fuego a milímetros de su cara, y cada intento por acercarse a David era recibido con un nuevo chispazo de llamas en plena cara. Estaba claro: David no tenía intención de dejarlo pasar ni un centímetro.
Finalmente, en un acto desesperado, Raúl atrapó la espada de fuego entre sus manos desnudas, usando un escudo de aire comprimido que, milagrosamente, le protegía de quedarse vivo. Pero el escudo comenzó a evaporarse a la velocidad de un helado en pleno verano. David, notando la oportunidad, aumentó la presión como si quisiera asarlo ahí mismo.
Con un grito de dolor digno de película, Raúl soltó la espada, pero antes de retroceder, se las ingenió para lanzar una patada directa a la cara de David, quien salió disparado contra la pared del coliseo. El pobre quedó estampado como un insecto en el parabrisas.
David se sacudió, se levantó y le lanzó una mirada asesina a Raúl. Sin molestarse en recoger su espada, comenzó a acumular magia en sus puños hasta que parecían brasas ardientes. Era como si estuviera a punto de lanzar los puñetazos más épicos del año, puesto que Raúl acumulaba aire comprimido en sus dos puños.
Ambos cargaron el uno contra el otro, saltaron al aire y, con todo el dramatismo del mundo, sus puños chocaron en un estallido de magia pura. El impacto fue tan brutal que ambos salieron disparados en direcciones opuestas: Raúl rodó por el suelo, rebotando cual balón de fútbol, mientras David atravesó la pared dejando un agujero que probablemente alguien va a tener que reparar.
La arena quedó en silencio otra vez, todo el mundo conteniendo la respiración. Los dos yacían en el suelo, como si fueran sacos de papas tirados tras un mal día de cosecha.
De acuerdo a las reglas, si ninguno lograba levantarse en diez minutos, se consideraría un empate. Los ojos de todos iban del reloj a los cuerpos tirados de los combatientes. Cuando el cronómetro marcaba tres minutos, David, tambaleante, se levantó apoyándose en la pared, pero estaba tan agotado que su mejor plan era esperar que Raúl se quedara en el suelo.
El reloj sobre la pantalla gigante en el Coliseo marca nueve minutos… y Raúl sigue inmóvil en el suelo, como si estuviera esperando el autobús y no en medio de una pelea. Ni siquiera parpadea. David, por su parte, está recostado contra la pared, tan exhausto que parece que cualquier momento va a deslizarse al suelo como un caracol fuera de su concha. ¿Será que alguien va a levantarse antes de que el reloj llegue a diez? ¿O estamos viendo una competencia secreta de estatuas?
Finalmente, el tiempo llega a diez minutos y, sorpresa: ¡Raúl sigue ahí como un tronco! Se declara ganador a David, y el Coliseo estalla en aplausos y gritos. Los magos guerreros de la sala VIP, donde está Berek, no parecen muy emocionados; más bien tienen cara de haber pedido una pizza que nunca llegó.
Pero bueno, las heridas de ambos no son tan graves como parecían. Así que, en vez de llevarlos al hospital intergaláctico de Herel, los sanadores deciden poner manos a la obra allí mismo, como si fueran mecánicos de Fórmula 1 con un auto en plena pista. Los curan rápidamente con magia, aunque luego les envuelven en vendas aquí y allá, especialmente a Raúl, que parece más una momia que un guerrero después de enfrentarse al fuego de David.
Cuando el doctor da el visto bueno, David sale disparado de la sala y, al ver a su familia y amigos esperando afuera, se lanza sobre ellos con la misma energía con la que se tiraría en un colchón nuevo. Todos ríen, lo lanzan al aire (o intentan, porque David pesa lo suyo), y sus padres lo observan de lejos, sonriendo con una mezcla de orgullo y alivio. Hasta la pelirroja, que parece ser hermana de Dery, lo mira con una sonrisa. Es muy guapa, y de repente me doy cuenta de que esta amistad con Dery podría tener algunas ventajas… interesantes.
Mientras tanto, en la otra esquina, la familia de Raúl también le da sus felicitaciones. Ahí están su padre, Yolanda, y hasta el director de la escuela, junto con sus amigos de la Casa de magos tipo Guerreros, que lo miran como si ya fuera el próximo gran líder. Pero entonces aparece Berek, con esa cara de vinagre que no se le quita nunca, y le suelta a Raúl una joya de ánimo:
—Eres un animal que no sabe usar su magia. Con resultados así, no llegarás a nada. Tu derrota es una vergüenza.
El ambiente se congela, y Raúl sale corriendo, hecho una furia, mientras Berek se aleja como si no acabara de destruir el día de alguien. Frío como un témpano, ese hombre. Apuesto a que hasta las piedras se ríen más que él.
Con eso, la multitud comienza a salir del Coliseo, dejándolo casi vacío. Yo hago lo mismo, intentando pasar desapercibido, especialmente porque Yolanda está cerca de Berek y hoy no tengo ganas de una mirada fulminante de su parte.
Finalmente, llego a casa… bueno, al dormitorio, que es casi lo mismo, y me dejo caer en la cama con los brazos abiertos, como un héroe después de una larga jornada. Mis ojos se cierran lentamente y, antes de darme cuenta, ya estoy profundamente dormido.