Ya dentro de la mansión, me topo con un espectáculo digno de una telenovela de las ocho: un salón gigante con mesas tan bien arregladas que hasta las servilletas parecen más refinadas que mi árbol genealógico. En una esquina sombría y apartada, como villano en su guarida, está Berek, solo y con la cara de “no me hablen o los demando”. El tipo se sienta con tanta superioridad que parece que lo va a multar el aire por respirarlo. Se nota que se cree dueño del mundo: es popular, influyente y, por si fuera poco, un "Legendario". Básicamente, su ego tiene más seguidores que yo.
Por otro lado, Yolanda está con mi hermana y otras tres chicas que, sinceramente, no reconozco. ¿Serán personajes de relleno? Tomo asiento con otros dos tipos, los mismos que venían conmigo cuando el director nos llamó afuera. Básicamente, somos la mesa del anónimo.
De repente, el director se sube a la tarima como si estuviera a punto de dar el discurso más épico de su vida. “Hoy haremos una subasta para ayudar a los damnificados y orfanatos de la capital”, dice. Noble causa, claro, pero mi ánimo está tan bajo que ni un buffet libre lo levantaría. El director menciona nombres de las instituciones beneficiadas, pero, para ser honesto, mi mente estaba más ocupada haciendo un inventario de mis decepciones amorosas (Yolanda incluida) que prestando atención.
Entonces comienza el show: varias chicas se levantan, incluidas Yolanda y mi hermana. Pero ¡esperen! Berek la detiene con una mirada que podría derretir acero. Obviamente, está aquí como su guardaespaldas emocional, asegurándose de que no haga algo "indecoroso". De pronto, entre las cinco chicas en fila, veo a Evelyn, mi hermana, y ¡oh, sorpresa! La pelirroja de mis sueños. ¿Qué hace aquí? Con ese vestido morado que parece gritar: “Mírame, soy el incendio que tu corazón necesita”. Y sí, lo admito, tengo un fetiche con el pelo rojo. No sé si es genético o simplemente tengo problemas, pero ahí estoy, hipnotizado
El director suelta la bomba: “Subastaremos a estas cinco chicas, una por una. El ganador podrá bailar y pasar una velada conversando con ella”. No sé si reír o llamar a los derechos humanos, pero los muchachos en el salón están tan emocionados que parece que anunciaron boletos gratis para el concierto del siglo. Ah, y hay una condición: ni las chicas ni los chicos pueden tener pareja. ¡Esto parece un reality show!
La primera chica pasa sin pena ni gloria; Sólo dos tipos se interesan. Luego, turno de mi hermana. El salón enloquece. ¿Quién diría que la hermanita que me roba los calcetines sería tan popular? Los números suben, y yo estoy allí, con la boca abierta, pensando: “¿En serio por una conversación? Yo no pagaría ni un centavo; ya me aburro de hablar con ella en casa”. Finalmente, alguien la gana por una cantidad que haría llorar a un banquero, y ella me lanza una mirada que dice claramente: “Eres el peor hermano del mundo”. Pero ¿qué esperaba? ¿Qué pujase por ella? Lo siento, pero pagar por su compañía es como gastar para que te regañen: ¡No, gracias! prefiero invertir en el sueño pelirrojo que tengo frente a mí.
Llega el turno de la cuarta chica, la pelirroja de vestido morado. Estoy listo. Tres tipos empiezan a pujar, pero yo no tengo tiempo para juegos. Doblo la oferta y ¡boom! Nadie puede competir conmigo. ¡Victoria! Su cara de sorpresa lo dice todo, y yo, como buen genio del humor interno, pienso: “Tranquila, nena, si necesitas más pruebas de mi generosidad, tengo ahorros”. Claro, luego me reprendo mentalmente: “Cálmate, demonio de la lujuria, no me arruines esto”.
Y mientras el salón aplaude y todo parece terminar, noto a Yolanda frunciendo el ceño y, peor aún, a mi hermana con una expresión que podría prender fuego al lugar. Definitivamente, esta noche no será tranquila. Pero, eh, al menos tengo una cita con la pelirroja. ¿Qué podría salir mal?
Me acerco a mi compañera de esta noche, bueno, mi compañera de toda la maldita noche, y de repente, con una sonrisa de esas que parecen sacadas de un comercial de pasta dental, me suelta:
— ¿Quieres bailar?
Y yo, muy educado, le contesto:
—Sí, claro, ¿por qué no?
Aunque en mi cabeza ya había rehecho el guion con algo más picante, tipo: "¿Quieres verme saltando sobre tu cama?" Pero bueno, uno tiene que disimular, aunque por dentro ya esté más fuera de control que un hámster en una rueda gigante. ¡Esta chica! Quizás es el deseo, o tal vez solo esas ganas puras, salvajes y primarias de... bueno, ya sabes. Aunque sé que el amor no anda pegado a su cuerpo como un imán, el deseo igual.
Bailamos, y mientras lo hacemos, mi cerebro decide tomarse unas vacaciones. Me pierdo en su aroma, ese perfume que podría revivir a un muerto. Incluso se me olvida de Yolanda, de lo deprimido que estaba hace cinco minutos y de que mi vida es un caos. Todo por esta mujer-diablesa en vestido morado.
—¿Por qué no vamos afuera para hablar? Es más cómodo sin la música cerca —me dice ella.
Y yo, como buen caballero (y porque estoy siendo dominado por mi instinto básico), le respondo:
—¡Sí, claro, vamos!
Ahí vamos, saliendo, mientras yo trato de no imaginarla sin ese vestido. "¡Concéntrate!", me digo. Pero luego pienso: ¿Qué demonios? Si ya estoy perdido, déjate llevar.
Llegamos a un puentecito de madera, con un arroyo tan poético que parecía sacado de un cuento. Yo, tratando de sonar más normal que un yogur natural, le digo:
—Disculpa si gasté tanto dinero por ti. Sé que es poco ético, pero ¿qué quieres? No pude evitarlo. Eras la más linda del salón.
Pero lo que de verdad quiero decirle es: "La más sexy, la más sensual, y lo único que quiero es verte gritar mi nombre mientras miramos las estrellas (o no miramos nada porque estamos ocupados en algo mejor)”.
Ella dice algo, pero yo estoy tan metido en mis fantasías de "clase avanzada de magia desnuda" que no escucho ni una palabra.