Despierto en la mañana sobre una camilla del hospital. Lo primero que pienso es: "Genial, otra raya al tigre de mis desventuras familiares". Mi hermana finalmente logró algo que creí imposible: mandarme al hospital. Y para colmo, no es el hospital de la escuela, ese con la enfermera que tiene dos tiritas y un jarabe, no señor, este es el de la capital, con olor a desinfectante de lujo y máquinas que parecen de la NASA.
Me incorporo y veo a Yolanda. Está sentada en una silla, con los audífonos puestos y la boca abierta como si estuviera cantando ópera en sus sueños. Y yo pensando: "¿Qué hace aquí? ¿No podía esperar a mi hermana, el agente del caos?"
De pronto, como si sintiera que la observo, despierta sobresaltada.
—¡Buenos días, Alberto! ¿Ya despertaste? Perdón, te juro que estaba despierta, solo cerré los ojos un segundo y… ¡pum!, quedé dormida —dice con voz de niña que acaba de robarse una galleta.
—No te preocupes, además te veías… bonita así, tanto que fue agradable verte —confieso mientras pienso: "¿Por qué dije eso en voz alta? Maldita honestidad, qué inoportuna eres".
Ella se ríe, nerviosa, y me dice:
—No seas exagerado, no tienes por qué mentirme.
Y aquí es cuando me doy cuenta de que, por alguna razón inexplicable, mi demonio interior de la lujuria está de vacaciones. Todo lo que quiero es que ella entienda que me importa.
—Te lo digo en serio, hasta me dio pena despertarte. Estuve pensando si debía hacerlo con un beso… pero bueno, dime, ¿y dónde está Berek? ¿Te dio permiso para estar aquí? —pregunto, porque todos sabemos que su abuelo tiene más control que un guardia de prisión.
Ella suspira, como si acabara de liberarse de un grillete imaginario.
—Mi abuelo cree que estoy camino a la escuela. Y ya no tengo a nadie siguiéndome como antes, ¡por fin puedo respirar! —Sonríe como si hubiera escapado de Alcatraz.
El momento es perfecto… hasta que decido abrir la boca y arruinarlo:
—Me alegra que estés aquí, pero… Devora me contó algo sobre tu novio. ¿Pensabas decírmelo alguna vez? —digo, con mi cara más seria de telenovela.
Ella pone los ojos en blanco, como si hubiera escuchado la mayor tontería del año.
—¡Por favor! Esa sinvergüenza te dijo algo que no es cierto. Él no es mi novio. Eso fue hace tiempo. Tal vez debí contártelo, pero nunca tuvimos tiempo para hablar de estas cosas. Además, eso es pasado. Tú eres mi presente.
Yo, por supuesto, no puedo evitar sentirme como un actor de reparto en la película romántica de su vida, reemplazando al protagonista original. Pero decido no morir en la colina del drama.
—Perfecto, entonces hablemos ahora. Necesitamos aclarar esto. Vamos a un lugar más privado —digo, con la solemnidad de alguien que está a punto de firmar un tratado de paz.
Nos levantamos y nos dirigimos a la cafetería del hospital. Ella pide un café con una empanada (porque claro, el drama no es excusa para saltarse el desayuno). Me ofrece algo, pero le digo que no; mi menú es solo una conversación pendiente con ella. Ambos sabemos que este diálogo es tan esperado como el final de una serie que lleva años en pausa.
—¡Ay, Alberto, qué tragedia que no quieras comer nada! Mira que todo está riquísimo. ¿Sabes? Ayer estaba que me daba vueltas en la cama preocupada por la fiesta. Pensé: "Este hombre va a pensar que soy un desastre". ¡Ni dormir pude! Y para rematar, llamé a tu hermana y me suelta: "Ah, está hospitalizado por un dolor de estómago". Imagínate el susto.
—¿Hospitalizado? ¿Eso te dijo Evelyn? ¿Y no te comentó por casualidad quién me causó ese dolor? Porque, adivina qué… ¡fue ella misma con un golpe mágico digno de un anime! ¡Pam! Directo al estómago. No he hecho nada malo y ¡zas! Premiado con un dolor nivel "no puedo ni respirar".
—¡Es que no lo puedo creer! ¿Tu hermana? ¿Ella, que te idolatra? ¡Siempre me habla maravillas de ti! ¿Cómo pudo hacerte eso?
—Bueno, maravillas o no, le va a tocar darme una explicación nivel documental de Netflix. Porque no entiendo nada. Literalmente, nada. Evelyn estaba furiosa y, honestamente, prefiero no hablar del tema. Cada vez que lo recuerdo me duele más el orgullo y el estómago.
—¿Furiosa? A lo mejor estaba más celosa que yo. Porque, claro, te fuiste directo con Devora. ¡A ella! Con ese dineral. Ni siquiera miraste hacia donde yo estaba, como si fuera invisible. Eres un insensible, Alberto. Lo sabías, ¿verdad?
—¿Devora? ¡Ay, Dios mío, ¡ni me acordaba de ella! ¿Qué se supone que haga ahora?
—¿Qué clase de hombre eres? ¿Un pervertido? ¡Eso es! Un filántropo de pacotilla que elige a Devora por coincidencia. ¿Coincidencia? ¡Ni tú te lo crees!
—A ver, ¡basta ya! ¡Te lo juro! Solo quería ayudar a los niños pobres con el dinero. Devora podría haber sido cualquiera. Puse la mirada en alguien random, no fue más que un azar del destino. Ni siquiera me fijé bien. ¿Sabes qué? Esto es ridículo.
—¡Claro! Justo Devora. Pfff, casualidad, ¡claro que sí! Te juro que pensé que, como mínimo, elegirías a Evelyn. Así hubiéramos podido pasar tiempo juntos. Pero, no. Aquí estamos.
—Y tú, ¿viniste aquí a regañarme o a insinuar cosas? ¿Qué quieres decir realmente? Porque con ambigüedades no vamos a ninguna parte.
—Mira, no sé cómo decírtelo, pero en la escuela los hombres miran a las chicas como si fuéramos carne de buffet. Y tú, Albertito, parecías uno más cuando mirabas a Devora. Igual fueron celos. No sé. Pero me molesta la idea de que te pueda gustar más que yo.
—De acuerdo, imaginemos que sí, que me quedé viéndola como un idiota. ¿Crees que eso significa algo? ¡No sé ni cómo se llama su segundo apellido! Solo la veía como otra persona más. Te juro que no tiene nada especial para mí. ¿Puedes creerme, por favor?
—Me siento terrible. No quiero parecer posesiva. Es que quiero cuidarte, enseñarte, ¿entiendes? Ser tu mentora en el arte de ser un novio decente. Pero, por favor, en el futuro, si vas a mirar a alguien, que sea a mí. ¿Estamos?