Hoy jueves me pongo rumbo a mi clase, la última estación en esta montaña rusa que llamo jornada estudiantil. ¡Gracias a Yolanda, que salió hace un momento, tengo tiempo para saltarme Tecnología, pero no perderme Magia! Si eso no es equilibrio estudiantil, no sé qué lo sea.
Al llegar al salón del profesor de Magia, noto que hoy toca práctica. Nos agrupamos como una manada de magos novatos. El profesor reúne a toda la tropa estudiantil y nos encamina al coliseo pequeño, un lugar que para mí fue donde enfrenté mi evaluación inicial.
Mientras caminamos por el pasillo largo y misterioso, siento una punzada de nostalgia. Antes, cuando lo recorrí por primera vez, estaba desierto y silencioso. Ahora, el pasillo está lleno de estudiantes como yo, todos con cara de "que no me toque conjurar primero".
Al llegar al centro del coliseo, el profesor decide organizar a la clase en grupos de cinco. Él elige a los cinco que, según su criterio de “profesor todo poderoso”, son los más fuertes del curso. Y, para mi sorpresa, ¡yo estoy en la lista! Sí, señoras y señores, junto con tres chicas y otro chico, quedamos en el grupo de los “elegidos”.
Mientras tanto, el resto de la clase recibe un delicado gesto del profesor que básicamente significa: “Vayan a calentar la pared, porque aquí no los necesito”. Y los manda a formarse contra el muro como si fueran extras en un concurso de estatuas humanas.
De repente, nuestro querido profesor, sin previo aviso, empieza a caminar hacia el fondo del coliseo. ¿Para qué? Pues para invocar, como quien invoca un taxi, a un SAPO GIGANTE. Sí, leíste bien. Un sapo tan enorme que parecía salido de un experimento genético fallido entre un anfibio y un camión de carga. Luego, con una sonrisa sospechosamente tranquila, regresa hacia nosotros y, con la alegría de quien te desea suerte en un examen sorpresa, nos dice: “¡Buena suerte! Quiero ver cómo trabajan en equipo para derrotarlo”. Y ahí nos deja, como quien deja un post-it en la nevera: “Arréglensela ustedes”.
Mientras procesamos que ahora somos los protagonistas de "Cazadores de Sapos" versión estudiantil, las chicas comienzan a sacar sus armas como si estuvieran en un desfile medieval. Una de ellas saca una espada, la otra chica dos cuchillos pequeños probablemente útiles para cortar la cena, no a un sapo gigante, y la tercera, como toda una diva, se cubre con un escudo mágico que brilla más que una bola de disco de fiesta. Por su parte, el otro chico agarra un bate de madera lleno de púas, ideal para juegos como el "béisbol extremo de supervivencia”.
Y yo, bueno, ahí estoy, haciendo equipo con la chica del escudo brillante. ¿Qué podría salir mal? Aparte de, ya sabes, el sapo intentando aplastarnos como mosquitos. Pero oye, al menos tenemos un equipo variado. La pregunta es: ¿podremos superar la prueba sin terminar en el estómago del anfibio gigante? ¡Solo el tiempo y el sentido de sobrevivencia lo dirán!
Todos salimos disparados hacia el sapo como si estuvieran repartiendo boletos para un concierto gratis, justo después de que el profesor se marchara con su típica cara de "ustedes pueden, muchachos".
El sapo, digno de un espectáculo de magia de mala calidad, lanza dos bolas de energía por los ojos (¡Sí, como si fuera el Harry Potter de los sapos!), en lugar de un saludo amistoso, hacia un par de compañeros que intentaban correr para salvar el pellejo. Entre tropezones quienes se detuvieron en seco, dándole al "esquivar la magia del sapo" su propio toque de ballet moderno, los dos quedaron fuera de combate antes de siquiera intentarlo. A estas alturas, me empiezo a preguntar si vine a un entrenamiento o a un sketch de acción, para la televisión.
Y entonces, ¡quedamos tres! Tres valientes, tontos o tres cabezas huecas, dependiendo de cómo se vea corriendo hacia la gran bestia. Y yo, en mi brillante sabiduría, empiezo a pensar: "¿Realmente necesito sacar mi Joya del anillo para derrotar a este sapo? ¿No será que es una invocación de nivel 'principiante' para los nuevos?" Pero antes de poder seguir reflexionando sobre mis dudas existenciales, el sapo, que debe haber tomado clases de atletismo, lanza su lengua como un látigo... y ¡ZAS! Me da en el pecho, el golpe no solo me deja un bonito tatuaje rojo improvisado, sino que me arrastra como una croqueta mal lanzada por toda la arena, hasta dejarme a los pies del profesor y el grupo de espectadores que parecen estar en un cine viendo una comedia de acción en vivo.
El profesor y los estudiantes, que me miran con una mezcla de preocupación y entretenimiento. El profesor, preocupado, me suelta un clásico:
—¿Estás bien? —pregunta con una mezcla de preocupación y ganas de reírse en mi cara.
Yo, con la dignidad hecha trizas y el pecho marcado en rojo como un semáforo, decido que no vale la pena responder.
¿Sabes qué? ¡Al diablo con todo esto! ¿Fingir con estas invocaciones? ¡Ya no! ¡Lo único que estoy haciendo es pasar vergüenza! ¿Quién necesita esto? ¿Un sapo con poderes mágicos? ¡Yo sólo quería un café tranquilo, no una lucha épica contra una rana mutante!
Me miro el pecho, que ahora tiene una marca que parece un letrero luminoso que dice "FAIL". Esto de pelear con invocaciones ridículas no solo no es divertido, sino que es un curso intensivo para hacer el ridículo. Me levanto con la dignidad rota.
Con un movimiento digno de un mago en un show barato de Las Vegas, hago aparecer mágicamente mi anillo en mi dedo. ¡Ta-rá! Ahí está, brillando bajo el sol con su color dorado deslumbrante, como si acabara de salir de un comercial de joyería de lujo. Es dorado, brillante y tan ostentoso como para gritarle al mundo: “¡Miren, soy importante!”. Pero este anillo no es ningún accesorio: es como un buffet libre de poderes mágicos. ¿Invocaciones? ¡Claro! ¿Hechizos? ¡Por supuesto! Es un “todo incluido”. Sin embargo, como estoy más irritado que alguien que pisa un LEGO descalzo, creo que es el momento perfecto para usarlo.