—¡Mira, Carol, ahí está! ¿Ves esa flor? El único superviviente del Coliseo. Te juro que tiene más vidas que un gato mágico. La vi durante mi última pelea con los magos del NIVEL 2. Pero lo curioso es que, entre tanta explosión, rayos láser y bolas de fuego, esta flor sigue ahí, campante, sin quemaduras, sin golpes, y mucho menos marchita. Es como si llevara un "escudo antihechizos edición premium".
—Y ¿por qué me traes aquí? —me pregunta, con cara de "¿qué me estás vendiendo ahora?".
—Pues para regalarte esta flor, Carol. Quiero que la tengas porque es un recordatorio de algo importante: tú también eres especial. Igual que esta flor, tienes algo único dentro de ti. Tu magia, tu talento, tu chispa. Y aunque te enfrentes a los contrincantes más duros del universo mágico, nunca perderás esa flor que llevas en el alma. Tu magia no solo es poderosa, sino hermosa. Y, si aprendes a disfrutarla, será algo imbatible.
Con un poco de drama —porque, claro, si no hay espectáculo, no cuenta— tomo la flor con ambas manos. Está envuelta en una esfera mágica, porque no soy un bruto que arranca plantas a lo loco. La levanto con todo y tierra, hago un pequeño conjuro que probablemente quede genial en los destacados mágicos, y la pongo en una bola de cristal que fabriqué al momento, solo para regalársela a Carol.
—¿En serio crees que soy una gran maga? —pregunta, con una mezcla de emoción, inseguridad y un poquito de susto, como si acabara de invitarte a subir a un dragón sin cinturón de seguridad.
Me rasco la cabeza, pensando cómo explicárselo para que le quede clarísimo, y luego me lanzo con todo:
—Carol, eres una chica alucinante, con o sin magia. Pero sobre si eres una gran maga... eso solo lo descubrirás tú. Tienes que aprender a querer tu magia, dejar de esconderla como si fuera un calcetín roto, y empezar a disfrutarla. Entrena, explora, equivócate y ríete de tus propios hechizos fallidos. Porque solo cuando te enamoras de tu magia, la sentirás como parte de ti. Y cuando eso pase, no habrá nada que te detenga.
Me quedo mirándola, esperando a que mis palabras tengan algún efecto. Y ahí, justo en ese momento, cuando sus ojos brillan y una sonrisa tímida se asoma en su cara, entiendo que no solo estoy regalándole una flor. Estoy ayudándola a descubrir la maga increíble que siempre ha sido.
En ese instante, como si estuviera ensayado para una obra de teatro de drama barato, aparece Berek frente a nosotros. Y no contento con su entrada triunfal, un par de sus peones también hacen su aparición mágica. Porque claro, si vas a intimidar, hazlo con estilo.
—Son más lentos que una tortuga en yoga —regaña a sus peones. Mientras tanto, a mí me empiezan a temblar los huesos como si fueran maracas en un concierto de salsa. ¿Cómo es que me había olvidado de este ogro con pinta de jefe final del videojuego?
—Discúlpame, señor Berek —digo, con toda la gracia de un pingüino resbalándose en hielo. Y en mi mente solo pienso: Estúpido, estúpido, estúpido... Esto me pasa por distraerme con una chica con un campo de fuerza anti-hombres.
Como todo un pobre diablo sigo intentando salvarme:
—Pido muchas disculpas, señor Berek. Prometo no volverá a pasar. —Y por la cara que pongo, juraría que estoy considerando arrodillarme como si estuviera en una película medieval. Solo me falta el violín de fondo.
Berek, en modo "yo mando aquí", suelta una orden como si estuviera dirigiendo una película de acción:
—Llévense a mi nieta. Yo me encargo de este... problemita.
Carol, la heroína inesperada, se planta frente a mí con las manos abiertas y grita:
—¡Por favor, abuelo, no lo lastimes!
Y ahí estoy yo, como una estatua de sal que sabe que el tsunami está por venir. Huir es tan inútil como tratar de ganarle a un guepardo en una carrera. Enfrentarme a él con mis Joyas, ni soñarlo, porque sé menos sobre su poder legendario que sobre física cuántica.
¿Pedirle el perdón? Ni hablar, no puedo quedar como un cobarde delante de Carol. Así que decido la estrategia más digna y noble que se me ocurre: dejarme golpear hasta que Berek se canse. Y con un poco de suerte, que me dé tan fuerte en la cabeza que pierda el conocimiento. Lo bueno es que no creo que me mate. Lo malo es que mi próximo destino seguro será el hospital de Herel, con una habitación reservada y una dieta de sopas insípidas.
—¡Apártate, chiquilla! —tronó el abuelo Berek con una voz que podría intimidar hasta a un oso polar—. Ya conozco a este bicho raro y creo que la última vez no le quedó claro que con mi familia no se juega. Pero no te preocupes, hoy voy a tatuarle mi mensaje en el alma... a base de puñetazos, claro.
Carol estaba frente a mí, brazos abiertos como si fuera la heroína de una película de acción barata. Yo, mientras tanto, intentaba calcular si tirarme al suelo y fingir un desmayo sería una opción viable. La tomé suavemente por los hombros y la giré hacia mí.
—Carol, escucha, de verdad, obedece a tu abuelo, ¿vale? —le dije en un tono que intentaba ser valiente, pero sonaba más como un pato asustado—. Mira, ya estoy resignado. El dolor y yo somos viejos conocidos, casi mejores amigos. Solo quiero decirte gracias por enseñarme esa clase que no me sabía. Valió la pena. Ahora pienso repetir el examen, pasar con buena nota y... Bueno, probablemente no, porque ya sabes que no soy tan listo como tú. Así que, por favor, no alarguemos esta escena dramática. Deja que tu abuelo me convierta en una obra abstracta de puros moretones.
Por dentro quería gritar: ¡AUXILIO!, y tal vez añadir: ¡Que venga un profesor de Herel con refuerzos! Pero claro, tenía que hacerme el valiente. Aunque honestamente, si Carol no estuviera aquí, ya estaría corriendo más rápido que un gato asustado por un pepino.
Los peones de Berek empezaron a acercarse a Carol, seguramente con la misión de llevarla bien lejos para que el abuelo pueda encargarse de mí sin interrupciones. Pero entonces, Carol, que parecía haberse entrenado viendo películas de acción, le metió una patada al pecho a uno de ellos con tanta fuerza que el pobre salió volando directo hacia Berek.