Justo en ese momento, me reprendía mentalmente por temer que los ataques de pánico y los terrores nocturnos pudieran regresar. No los había tenido desde hacía más de un año, o tal vez dos. Sin embargo, ahora parecían acercarse nuevamente, y me resultaba aterrador pensarlo. Me obligué a pensar con más claridad, a buscar una explicación lógica que pudiera justificar lo que estaba sintiendo. Y, tras darle vueltas una y otra vez, llegué a la única conclusión que podía hallar: el accidente y el estrés que había experimentado debido a esa situación reciente. No podía imaginar ninguna otra razón.
En ese instante, me sentí increíblemente avergonzada. No solo por la situación que estaba viviendo, sino porque me daba cuenta de que había mantenido esto en secreto por tanto tiempo. Nunca había hablado con nadie de estos episodios, ni siquiera Paulina lo sabía. Siempre lo había ocultado, como si fuese algo de lo que tuviera que avergonzarme.
Sin embargo, lo que hizo Paulina fue simplemente abrazarme, sin formular preguntas incómodas o hacer comentarios sobre lo que estaba sucediendo. Lo hizo con una calma y una serenidad que me sorprendieron y que me llenaron de gratitud. A pesar de todo, solo me dijo que prepararía la cena, dejándome un espacio para estar sola. El gesto fue un alivio. En ese momento, entendí lo sensible y respetuosa que había sido al no mencionar nada sobre el asunto, ni intentar profundizar en detalles.
La cena transcurrió con normalidad. Estábamos viendo televisión en su cuarto, cada una en su lugar, mientras comíamos y disfrutábamos de una serie en la que ambas habíamos mostrado interés. Paulina, sentada en una silla al lado de la cama, no dejaba de sonreír y de hacer algún que otro comentario sobre lo que veíamos. A pesar de mi incomodidad, de mis pensamientos turbulentos, algo dentro de mí se relajó. Agradecí profundamente la manera en que ella trataba la situación, sin presionarme.
Cuando terminamos de cenar, Paulina se levantó para lavar los trastes. Fue en ese momento cuando sentí el temido impulso de ir al baño, algo que había anticipado desde que salí del hospital, pero que temía que llegara. Con las muletas a un lado, traté de levantarme, pero al intentar ponerme de pie, el dolor de mi hombro dislocado me detuvo de inmediato. Maldecí internamente mi suerte.
En ese instante, Paulina se acercó rápidamente y vio lo que intentaba hacer.
— ¿Qué estás haciendo? —me preguntó, con un tono de preocupación al ver mi esfuerzo inútil.
— Necesito ir al baño —respondí, sintiéndome un poco incómoda por la situación.
— ¿Por qué no pediste ayuda? —preguntó, levantando una ceja, mostrando sorpresa.
— Es un poco vergonzoso —murmuré, apenada—. ¿Podrías... llevarme hasta el baño? Por favor.
— ¿Y cómo piensas bajarte los pantalones si tu hombro está dislocado? —me recordó, observando mis piernas con una mezcla de incredulidad y preocupación—. Además, no puedes pararte bien. Venga, te llevo.
Me ayudó a trasladarme hasta la silla de ruedas que estaba en la esquina de la habitación, y con un gesto suave, me sentó en ella. Luego, me llevó hasta el baño, un lugar sorprendentemente grande. Cuando llegamos, me ayudó a levantarme de la silla y me puso frente al retrete. Yo estaba a punto de bajar mis pantalones cuando, de repente, me sentí aún más avergonzada.
— Espera, espera, yo haré el resto —le dije, deteniéndola, completamente roja de vergüenza.
Paulina, sin dudarlo, cerró los ojos con una sonrisa.
— No tienes que sentir pena. Soy doctora, he visto muchas personas desnudas —me dijo, intentando calmarme. No parecía haber nada raro para ella en la situación.
— Para ti es fácil, porque eres doctora —le respondí, aún incómoda—. Pero para mí no lo es.
— Pues por eso, mis ojos ya están cerrados —me señaló, sonriendo, con los ojos cerrados.
Agradecí su comprensión con una ligera sonrisa, aunque mi vergüenza seguía presente.
Después de lo que pareció una eternidad, regresé a la cama, y Paulina comenzó a recoger las pijamas que había dejado esparcidas por la cama, buscando una para mí.
— Elige la que más te guste —me dijo con voz tranquila.
En ese momento, me di cuenta de que olvidamos sacar mis cosas del hotel.
— ¡Oh, cierto! Lo olvidé... —respondí, mirando hacia la mochila en la mesita, cubierta de polvo por el accidente—. Todo lo que traje está en esa mochila.
— ¿No tienes más ropa? —me preguntó, sorprendida al ver solo unas pocas prendas.
— Claro que sí —afirmé, mientras ella comenzaba a buscar en mi mochila.
Sostuvo una camisa y un pantalón en sus manos, mirándolos confundida, sin darse cuenta de lo que había hecho.
— Lo siento mucho —se disculpó, devolviendo rápidamente las prendas a la mochila.
— Está bien, no pasa nada —le respondí, sonriendo para tranquilizarla. Aunque el momento había sido incómodo, lo veía con algo de humor. No me molestaba en absoluto.
Sin embargo, no pude evitar bromear un poco:
— Igual no necesitaba que me compraras nada. Eso me corresponde a mí. Agradezco el gesto, pero... también agradezco que no hayas sacado mi ropa interior —dije en tono burlón, tratando de aliviar la situación.
Paulina se quedó callada, completamente roja de vergüenza, y dio la vuelta rápidamente, cubriéndose la cara con las manos.
— ¡Qué pena! —murmuró, mientras me daba la espalda, sintiéndose completamente avergonzada.
Yo, que no podía evitar disfrutar de su incomodidad, me burlaba un poco más, pero solo de forma ligera, sabiendo que era lo menos que podía hacer por haberme atropellado. Mis pensamientos no podían evitar ser algo traviesos.
— Me gusta la blanca —le dije, señalando la pijama que más me llamaba la atención, mientras ella seguía tapándose el rostro.
— Está bien, entonces la blanca será —respondió, aliviada al ver que no insistía más. Puso la pijama en la cama y comenzó a recoger las demás, mientras guardaba el resto de las prendas.
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Editado: 11.03.2025