Me levanté lentamente, un poco adormilada por los efectos de la anestesia. Mis ojos se abrieron con dificultad, y al empezar a mirar a mi alrededor, vi a Paulina observándome fijamente desde un rincón de la habitación.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, acercándose hacia mí con cuidado, su rostro preocupado y tenso.
—Me duele un poco la nariz —respondí, entrecerrando los ojos por el dolor que aún sentía.
—Perdóname —dijo, sentándose en la cama y tomando mi mano con ternura, casi como si temiera que pudiera romperse.
—Está bien, cariño, no lo hiciste a propósito. Aunque también hubiera funcionado que dijeras que me detuviera o esperara —sonreí débilmente, tratando de hacerla reír y al mismo tiempo aliviar la tensión del momento. Ella soltó una pequeña risa nerviosa.
—¿Me podría ir hoy? —pregunté con voz adolorida, tratando de que mi tono no sonara tan débil.
Justo en ese momento, una mujer entró en la habitación.
—No podrá salir, Srta. Vega —habló con voz firme, sin perder tiempo.
Era una mujer de unos 59 años, rubia y alta, aproximadamente de 1.69 metros. Su presencia era tan imponente que resultaba difícil no notar que, aunque parecía más una figura de autoridad que una doctora, su bata y gafete confirmaron que estaba a cargo.
—Debemos esperar a que baje la hinchazón y, si no hay ninguna complicación, mañana podrá irse —informó la mujer, con una expresión de evidente molestia.
—Está bien, gracias, doctora —intenté buscar su nombre en su gafete, pero no logré verlo.
—Soy la doctora Scott —respondió, fijando su mirada en mí con una seriedad que me heló. —La madre de la Dra. Paulina —terminó, dejándome en estado de shock.
—¿Madre, qué estás haciendo aquí? —preguntó Paulina, desconcertada y un tanto molesta.
—¿A qué te refieres con "qué haces aquí"? Te recuerdo que soy dueña de este hospital y también doctora en él —contestó su madre, adoptando una postura defensiva. —Me tengo que ir, Paulina. Te veré esta noche para cenar —se despidió con rapidez, antes de darme la espalda y salir, dejándome aún más sorprendida.
—Mamá, no podré ir hoy —le avisó Paulina a su madre, que ya estaba casi fuera de la habitación.
—No te pregunté si querías ir, te estoy dando una orden —respondió la Dra. Scott sin voltear a verla y, sin más, salió de la habitación.
Toda la situación me dejó sin palabras, pero, al parecer, la madre de Paulina ya sabía lo de nosotras. Y por su reacción, parecía que no estaba nada contenta.
—¿Tu madre sabe de nosotras? —rompí el silencio que se había formado, mirando a Paulina, aún un poco atónita por la aparición de su madre.
—No se lo he dicho —suspiró, visiblemente agotada. —Pero estoy segura de que lo sabe.
—Yo también lo creo —hablé, quejándome por el dolor que aún persistía en mi nariz.
—Ya no hables, duerme un poco —sugirió Paulina, intentando que descansara.
No me opuse, así que cerré los ojos y traté de descansar.
Al caer la noche, después de una larga disputa con Paulina, logré convencerla para que se fuera al pent-house, aunque fuera solo para cambiarse y luego regresar. Pero no pasaron ni diez minutos desde que se fue cuando la madre de Paulina volvió a la habitación. Su rostro estaba mucho más molesto, y se plantó frente a mí con una mirada dura.
—Seré directa. Aléjate de mi hija. Conozco a las de tu clase y sé lo que quieren. Así que dime, ¿Qué quieres? ¿Es dinero o quieres una Green card? —habló con tono prepotente, mirando mi rostro con desdén. —Puedes decirme lo que sea, te daré lo que me pidas —continuó, su voz irritada por mi silencio.
—Sra. Scott... —murmuré, con dolor.
—Madre, ¡es suficiente! —interrumpió Paulina, entrando rápidamente y sorprendida al ver que no me había ido.
—¿No te habías ido? —preguntó fríamente, su tono más duro ahora. —Deja de hacer esto, ella es mi novia —añadió con más fuerza, claramente molesta.
—¿Novia? No me hagas reír, Paulina. Esta niñita solo es un juego. Hasta podría decir que es solo una fase, algo que haces para explorar nuevas cosas... —le dijo su madre con desdén, burlándose.
—¡Claro que no, mamá! —gritó Paulina, eufórica, levantando aún más su voz. —No permitiré que la insultes.
—Bájame la voz, Paulina —gritó su madre, visiblemente enfadada. —¿Cómo te atreves a levantarme la voz por esta?
—Tú llegaste aquí ofendiéndola —se defendió Paulina, sin dejarse intimidar. —Y eso no lo permitiré —le avisó, desafiante.
—Vaya, tienes tanto valor para desafiarme. Entonces también tendrás el valor para mantenerte sola, Paulina —se acercó amenazante hacia ella. —Escúchame bien, Paulina. O la dejas ahora mismo o vete olvidando de tu herencia y de mí —la amenazó abiertamente, con tono frío.
—Sra. Scott, está precipitándose... —intenté intervenir, pero me interrumpió.
—¡Tú no te metas! —gritó, callándome instantáneamente.
—Deja de gritarle —pidió Paulina, furiosa, y luego se giró hacia su madre. —Está bien, te lo haré sencillo, madre. Si esa es tu condición para mí, entonces en este instante renuncio a todo, incluso si eso significa renunciar a ti —le dijo con firmeza.
—Paulina, no sigas —la detuve, temerosa de lo que pudiera suceder.
Su madre la enfrentó, la miró a los ojos con furia y continuó, su voz aún fría.
—Estás despedida. No vuelvas a casa, Paulina —dijo, antes de irse de la habitación.
Paulina intentó mostrarse fuerte, pero cuando su madre se fue, no pudo más y rompió en llanto. A los pocos segundos, Mady entró en la habitación para consolarla.
Yo me sentía tan inútil, deseando poder consolarla, pero no podía. Estaba conectada a tantos aparatos, con el suero en la mano y el dolor de mi nariz, que me sentía incapaz de hacer algo por ella.
Mady me dio una mirada para que me quedara quieta, mientras ella era el apoyo que Paulina necesitaba. Logró tranquilizarse unos minutos después, aunque todavía podía ver en sus ojos que algo dentro de ella se había roto.
#3558 en Otros
dolor amor humor amistad, masoquismo obsesiones amor enfermizo, venganza arrepentimiento
Editado: 11.03.2025