Blanco y todos los colores

8

Me desperté y estaba de nuevo en un hospital. Lo último que recuerdo es estar bebiendo en el departamento. Mientras intentaba recordar qué había sucedido, pude ver a mi madre adoptiva sentada en una silla, dormida a mi lado. Intenté sentarme, pero me dolía el pecho. Sin embargo, el movimiento logró despertarla.

— Cariño, despertaste —dijo, feliz.

— Madre —dije con la voz seca— ¿Qué pasó?

— ¿Cómo te sientes? ¿Dónde te duele?

— Me duele un poco el pecho —le indiqué.

— ¡Por Dios! Pensé que te me ibas, cariño —dijo, llorando, dejándome sorprendida.

Mi madre seguía llorando, y no sabía cómo consolarla, ya que no sabía qué había pasado. Después de unos minutos, me contó que tenía el síndrome del corazón roto y que cuando me encontró, mi ritmo cardíaco era muy débil. En ese momento no sentí nada, porque aún tenía mucho alcohol en mis venas.

Después de unos días muy aburridos en el hospital, donde básicamente solo hablaba con mi madre y las enfermeras, quienes sorpresivamente volvieron a hablarme normalmente, me dieron el alta. Por fin, pude irme a casa. Mi suegra, quien había estado muy pendiente de mí, no quería decirme nada sobre Paulina, y aunque siempre la persuadía para que me dijera algo, nunca lo hacía. Decía que quería que me recuperara completamente. Pasó un mes y, aunque el dolor en el pecho volvía de vez en cuando, estaba mejor.

Un martes, mi suegro me visitó y me devolvió todos mis negocios. También se disculpó. Sin embargo, para perdonarlo, le pedí que me dijera cómo estaba Paulina, y entre dudoso y a regañadientes, me dijo que estaba bien, que estaba yendo a terapia, porque quería curarse de esos celos enfermizos y no quería repetir el mismo error. Antes de que terminara de contarme todo, llegó mi suegra, interrumpiendo la conversación.

Me alegraba saber que Paulina estaba sanando y avanzando. Si continuaba así, podría retomar su vida y dejar atrás todo lo malo que vivimos en el pasado. Quizá algún día podría encontrar a alguien y ser feliz, como se lo merecía. Siempre que pensaba en esto, me dolía el corazón, aunque esta vez el dolor era más intenso.

No sabía qué estaba pasando realmente, solo sabía que mi corazón dolía como si alguien me lo estuviera arrancando.

— Cariño, ¿Estás bien? —preguntó mi madre adoptiva.

— Me está doliendo mucho —respondí, tocándome el corazón.

— Debemos...

Eso fue lo último que recuerdo antes de desmayarme en la sala del departamento. Y aquí estábamos de nuevo, despertando en el hospital una vez más. A mi lado estaba mi madre, pero esta vez estaba despierta y llorando. Cuando me vio despertar, me acarició el cabello.

— ¿Tengo insuficiencia cardíaca, verdad? —pregunté con la voz adolorida.

—respondió, entrecortada.

¿Cuánto tiempo? —pregunté, mirándola.

— Puedes vivir muchos años con tratamiento —contestó.

— Eso no es verdad. Madre siempre hablaba con Paulina sobre enfermedades, hasta de sus operaciones. Te prometo que seré fuerte. Solo dime... ¿Cuánto tiempo? —volví a preguntar.

— Conseguiremos un corazón y, con el tratamiento, vivirás muchos años —respondió.

Mi madre estaba en negación, y era imposible que me diera una respuesta real sobre mi diagnóstico. Después de varios intentos, logré preguntarle a un doctor qué tan grave era mi situación. Él respondió que era grave, pero no tanto como para ponerme en la lista de trasplantes de inmediato. Le agradecí y ahora debía arreglar todo. Primero debía heredar mis negocios, y como no tenía hijos, se los dejaría a mis sobrinos. Aunque no hablaba con ellos, sabía que eran buenos niños.

Así que no había mucho que pensar sobre a quién dejaría mis negocios y demás bienes.

Lo primero que hice cuando salí del hospital fue verme con un abogado para dejar mi herencia en orden. Mi madre y mi suegro se opusieron completamente. Seguían en negación. Fue aún peor cuando les pedí que donaran mis órganos y me cremaran, porque siempre tuve el miedo de que me enterraran viva.

El día que se los pedí, mi madre lloraba inconsolablemente. No solo por mi petición, sino porque, por alguna razón, los donadores que habían encontrado no eran compatibles conmigo. Yo ya me había resignado, así que solo estaba dejando todo en orden. Mi última petición era que no le dijeran nada a Paulina para que pudiera continuar con su vida.

Sería egoísta de mi parte avisarle el día que muriera, ya que ella se está esforzando por sanar. No quería ser un obstáculo ni retrasar su progreso.

Podían decirle que me fui a vivir a otro país, e incluso tenían mi autorización para decirle que me casé y formé una familia, para que no me busque, para que no se enterara de la verdad.

En el fondo, sabía que si Paulina se enteraba de mi muerte, buscaría las causas. Y si veía la verdad detrás de mi partida, se culparía toda la vida. Esa culpa no le permitiría vivir plenamente feliz, como se lo merecía.

Han pasado tres meses, y esta semana me he sentido muy bien. Hoy decidí dar un paseo por la ciudad. Me puse mi deportivo blanco y salí a caminar. Podía oír el ruido de la ciudad, el sonido de las aves en los parques, la risa de los niños, las parejas en su primera cita, las parejas discutiendo. La brisa era refrescante. Escuché el sonido de mi celular. Era mi madre, quien me dio una regañiza por salir sola, así que tuve que volver en ese mismo instante.

Aún así, disfruté de mi entorno mientras volvía al departamento. Por alguna razón, me causó nostalgia apreciar todo a mi alrededor. Pero esa nostalgia se desvaneció cuando volví a cruzar la calle donde todo empezó. La misma calle donde Paulina me atropelló. No pude evitar soltar una pequeña risa al ver la calle. Y mientras cruzaba, aceleré mi paso, por si acaso alguien quería atropellarme de nuevo.

Cuando volví al departamento, mi madre estaba allí. Me llevé la regañada del año. Después de que terminara de regañarme, le agradecí por todo lo que había hecho por mí: por cuidarme, regañarme y, prácticamente, por tratarme como a una hija. Ahora, no tenía nada que envidiarle a ningún hijo o hija, porque ya había recordado lo que era el amor y la preocupación de una madre.




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