Mi niña se había resignado a no entrar este año a la universidad. Justamente iba a trabajar para ayudarnos a pagar la deuda contigo, hablaba limpiándose las lágrimas.
—Lo siento, pero eso no te lo permitiré —dije, mirándola enojada—. Tú no lo sabes, pero es muy difícil estudiar y trabajar. Sé que te hace fuerte, pero también te agota hasta el punto de que te olvidas de tus sueños. ¿Acaso quieres hacerle eso a tu hija?
—No —respondió, llorando.
—Entonces, ahí sí estamos de acuerdo. Deja que vaya a la universidad y que viva su vida. Sé la madre que no tuviste y siempre apóyala.
—No sabes cómo lo intento para no repetir ese ciclo —habló entre sollozos.
—Dime algo, ¿tu hija ya consiguió cupo en la universidad?
—Sí, logró entrar a la universidad de Boston, pero rechazó el cupo porque ella misma decidió ayudarnos.
—Entiendo. ¿Qué quería estudiar?
—Medicina —respondió con orgullo.
—Vaya, será una familia de doctores —comenté medio riendo—. Hablaré con mi esposa para que la recomiende y vuelva a entrar.
—No, ya has hecho mucho por nosotros —dijo avergonzada—. Tu hija se lo merece, así que no aceptaré un "no" por respuesta.
Las lágrimas de Lucía volvieron a aparecer en su rostro, pero ya no continuó negándose, algo que me alivió bastante por el bien de su hija.
—Gracias —me agradeció, con la voz quebrada—. Tu esposa se ve que es muy enojona —dijo medio riendo mientras limpiaba sus lágrimas.
—Un poquito —sonreí.
—En el supermercado casi asesina a la cajera con su mirada, igualmente a mí —rió.
—Es un poco celosa —levanté los hombros.
—Lucía, ¿qué te parece si te veo este fin de semana con tu hija para hablar? Esta semana estoy hasta el cuello de trabajo, como podrás observar —mire los papeles.
—Sí, claro, no tengo ningún problema —respondió rápidamente—. Vengo aquí al hospital.
—Claro que no, te veré en mi casa. Déjame anoto tu número —busqué mi celular, pero lo había dejado en el auto.
—Olvidé mi celular, mejor te daré mi número —me dijo y lo anoté—. Puedes llamarme desde las 8 en adelante, no más pronto, déjame dormir un poquito más el sábado —pedí casi en súplica.
—Está bien, te llamo el sábado —se levantó para irse.
—Cuídate, prima —se despidió.
—Igualmente, cuídense —la despedí.
Cuando nuestra bebé tenía un mes de nacida, nos mudamos a una casa porque el penthouse ya no era solo de las dos; ahora debíamos ver por nuestra bebé también. Queríamos que tuviera un patio grande para jugar, y deseábamos que tuviera piscina para que nadara en los días calurosos.
Nos enamoramos de una hermosa casa y no dudamos en adquirirla rápidamente. Así, nos mudamos esa misma semana. Aunque nuestra bebé le costó adaptarse a un nuevo lugar, lo hizo rápidamente.
—Amor, llegué —avisé al entrar a la casa.
—Hola, amor —respondió mi esposa, recibiéndome con un beso.
—¿Por qué tan tarde?
—Perdón, amor, mucho trabajo —me disculpé.
—Aún no te igualas, amor —me miró triste.
—Ya lo hice, amor. Mañana podremos ir a recoger al solecito juntas —le besé—. Por cierto, ¿dónde está el solecito? No vino a recibirme —sonreí ilusionada.
—Está con Gina en la sala jugando —me avisó, tomándome de la mano para ir a la sala.
—Hola, mi amor —saludé a mi hija, que estaba en brazos de mi hermana.
—Hola, hermana —saludé después de acercarme a mi hija.
—Shanti —saludó secamente, y cuando intenté tomar a mi hija, Gina me la esquivó.
—¡¿Qué pasa?! —dije casi molesta.
—Pau, ¿podrías tomar a mi sobrina? —habló seria Gina.
—¿Qué sucede? —pregunté preocupada.
—¿Cómo es que Lucía fue a verte y no me dijiste nada? —me reclamó.
—¿Y por eso estás enojada conmigo? —fruncí el ceño.
—¿Te parece poco? ¡Shanti, nuestros primos te odiaban! —me recordó—. ¡Casi te matan una vez! —volvió a recordarme.
—¿Qué? —exclamó Paulina, exaltada—. ¿¡Casi te matan!? ¿Y me estás pidiendo que la ayude, Shanti Natalia Vega?! —me gritó.
—¿Disculpa, que la ayudes? —estaba más enojada Gina.
—Me estás pidiendo que haga una recomendación para su hija, para la universidad de Boston —decía Paulina molesta.
—La niña no tiene por qué pagar la culpa de sus padres —la defendí—. El día que Lucía fue a verme, fue para pedirme perdón y por intentar devolverme un dinero que le presté.
—¿¡Qué!? Pero serás...
—Lamento no tener el corazón de piedra, hermana —la interrumpí, defendiéndome—. Además, sé que tú tampoco lo tienes, y sé que también la hubieras ayudado —le recordé.
—Sabes que no me molesta eso, me molesta que no veas que te pueden hacer daño —me contradijo—. Sabes de sobra que ahora debes ver por Paulina y tu hija, y ni siquiera piensas en eso, idiota —me recriminó.
—Claro que veo por ellas —me defendí.
—¿Y por eso la invitas a tu casa? —bramó.
Ahora entendía el enojo de Gina y también me di cuenta de su punto de vista.
—No puedes ir por la vida pensando que todos son buenas personas, Shanti —me regañó—. Lo digo porque eres mi hermana, me importas. Eres mi hermana pequeña y siempre te protegeré, al igual que a Paulina y ni se diga que debo ver por mi sobrina —me recordó.
Agaché mi cabeza de la vergüenza, porque tenía razón.
—Tienes razón, cancelaré la cita para verla en otro lugar —hablé, derrotada.
—No quiero que se acerquen a mi sobrina hasta que demuestren que no tienen malas intenciones —me avisó Gina.
Depositó un beso en la frente de Solecito, se despidió de Gina y se fue. Antes de que Paulina dijera algo, tomé la palabra y le conté la historia.
—Cuando tenía unos tres o cuatro años, todos nos fuimos a la playa y mis primos dañaron mi salvavidas. Si no hubiera sido por mi padre, que vio que me ahogaba y se lanzó a buscarme, el mar me hubiera tragado. Por eso odio nadar, me da miedo y pavor. Aunque no recuerda ese suceso, me dejó el trauma.
—¡Por Dios! —Paulina estaba estupefacta.
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Editado: 11.03.2025