Blinding Love

Capítulo 3: Dulce sueños pequeña Jazmín

—Uno, dos, tres... Uno, dos, tres... Vamos, cariño, levanta la cabeza. Eres una reina y tienes que cuidar tu corona —repetía una y otra vez el chico que intentaba enseñarme a caminar con elegancia. Increíble, pero sí, ahí estaba yo: preparándome para mi encuentro con uno de los mafiosos más peligrosos, heredero del legado de uno de los gánsteres más temidos que jamás hayan existido.

Alexander Al Capone.

Nadie me había mostrado una foto suya. Según Kendal, ese chico exageradamente efusivo, Alexander era joven, quizás unos cuantos años mayor que yo. Pero no podía darme más detalles, tenía estrictamente prohibido hablar de él por órdenes de Héctor. Y lo sabía, Héctor estaba empeñado en prepararme hasta el más mínimo detalle para ese primer encuentro. Quería que todo se viera natural, como si yo hubiera nacido para esto.

Así que ahí me encontraba, caminando de un lado a otro con unos tacones Louboutin que Connor observaba como si fueran un tesoro.

—Cariño, en cuanto a caminar... estás lista para matar. Ahora vamos a hacer algo con tu estilo, vamos a sacar a la diosa que se esconde detrás de esos lentes que parecen reliquias de mi abuela muerta —gritó Kendal, arrastrándome hacia un estante lleno de productos de belleza.

Connor corrió al mismo tiempo y comenzó a lanzar todos los lentes hacia el perro, quien los destruyó sin remordimiento.

—¡Eres un maldito! ¿No podías simplemente guardarlos? —le dije molesta.

—No. Aprende a usar lentes de contacto. Te veías tan hermosa sin ellos la otra noche —resopló con un puchero.

—Ajá... ¿y qué se supone que haré cuando quiera leer en la noche?

—Lo hablamos en dos horas —contestó, saliendo como si nada. Mientras tanto, Kendal empezó a aplicarme un tinte del mismo color de mi cabello. Supuse que era para darle más brillo a mi castaño rojizo.

Mientras esperaba, mi mente vagó hacia una frase de Benedetti que nunca dejaba de perseguirme:

"Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser inocentemente cruel."

¿Realmente se puede ser cruel sin intención? ¿O usamos la inocencia como escudo para justificar la crueldad? ¿Se puede herir profundamente sin quererlo? ¿O es solo una forma hipócrita de encubrir lo que en el fondo sí deseamos hacer?

—Kendal, ¿tú crees que alguien puede ser cruel con otra persona... inocentemente? ¿Como sin mala intención?

El rubio me miró como si hubiera preguntado si los unicornios eran reales.

—Chica... eso no existe. Siempre hay una razón para la crueldad. Incluso cuando uno actúa "sin querer", hay algo detrás. Mira, yo, por ejemplo, soy cruel con mi esposo porque no quiso darme un masaje en los pies, ¡a pesar de que hace unas horas me dio el mejor sexo de mi puta vida! —dijo sin filtros, haciéndome reír.

Pero tenía razón. Los humanos siempre escondemos algo detrás de nuestras acciones.

Entre esmaltes, cremas y perfumes, pasaron los minutos. Me dejé hacer. Sabía que para volver loco a Alexander, debía lucir perfecta. Pero, por más que intentara imaginar cómo sería ese hombre que me esperaba, mis pensamientos siempre terminaban en el mismo lugar.

En Kurt.

~*~

Salí del baño envuelta en una toalla. Sobre la cama me esperaba una caja. Al abrirla, encontré un conjunto impresionante: pantalón blanco, blazer a juego, camisa de seda... Tan elegante, tan imponente, que por un segundo todos mis nervios se evaporaron.

Me vestí sin pensarlo mucho, solo con un sostén de encaje negro y el blazer. La blusa quedó olvidada en la cama. Solté los rolos del cabello. ¡Dios! Kendal era un genio. Me había dejado como una maldita diosa.

La puerta se abrió y entró Connor con una bolsa de Gucci y una caja roja.

—¡Vaya! Me siento muy heterosexual ahora mismo. Mujer, ¡para de ser tan hermosa, me estás opacando! —gritó con dramatismo.

—Nadie podrá jamás opacar tu belleza —le dije sincera, dándole un beso.

—Bueno, señora futura Al Capone, mi viejo dulce te manda esto —me entregó la cajita roja.

—Y esto es de mi parte —agregó con una sonrisa.

Abrí la bolsa y saqué unos lentes oscuros.

—¡Me encantan! —grité, abrazándolo.

—Lo sé. Mañana los llevamos a la óptica para ponerle tu fórmula, mi pequeña narca.

—Déjame ver qué me mandó Héctor —dije, abriendo con cuidado la caja que decía "Cartier".

Dentro había una gargantilla de perlas, diamantes y rubíes. Connor la colocó en mi cuello. Ambos nos quedamos en silencio ante el brillo deslumbrante de la joya.

—Por Dios, Jazmín —susurró.

—Lo haré, Connor. Iré y lograré lo que quiero —respondí firme, mientras me ponía los tacones negros, haciendo juego con la lencería bajo el blazer.

—Prométeme que volverás.

—Ven conmigo, espérame en el auto.

—No puedo. Héctor me espera para cenar. Si no, iría contigo. Lo sabes. Prométeme que regresarás, Jazz.

Le mostré la pulsera de oro con el crucifijo que ambos llevábamos. Nuestra promesa.




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