Donghae Lee sonrió con exquisita coquetería, acercándose más al apuesto teniente de Changwon que oprimía sus manos y la envolvía en una mirada apasionada.
Era una tarde de otoño y se hallaba en el parque grandioso, aunque descuidado y sombrío, de una de aquellas viejas mansiones señoriales en las que el tiempo parecía haber quedado dormido.
Corrían los últimos años del siglo diecinueve y la opulenta ciudad de Busan se alzaba sólo a diez leguas de allí. Ráfagas heladas del invierno que llegaba, habían secado las hojas de los árboles, dando al paisaje un tinte dorado, pálido; pero el hijo del Coronel Lee parecía llevar sobre su figura de veinte años toda la primavera de la vida.
Donghae y Siwon se amaban; sabían que Sungmin Lee, padre del joven, no se opondría a sus amores, pero que en cambio su madre, Haneul Kim, nunca consentiría su boda. Siwon era casi pobre, y Haneul ambicionaba un matrimonio brillante para su hijo. En cambio, Sungmin era un soñador, y adorando a Donghae, no le negaría la felicidad. Decidieron que Siwon fuera esa misma tarde a pedir la mano del muchacho, aprovechando que Haneul se hallaba de viaje. Siwon besó la mano de su novio, única libertad que éste le concedía, y desapareció entre los árboles.
Casi en el mismo momento, Sehun, hermano de Donghae, llegó a su lado. Bajó del caballo y sonrió, diciendo con reproche burlón.
—¡Hemos jugado media tarde al escondite, Hae. Estoy harto del bosque, de los paseos a caballo y de la obligación de ocuparme de ti que me impone papá siempre que estoy en casa!
—¡Pobre Sehun! Un poco de paciencia... ¿crees que a mí me divierte tu compañía?
Sehun Lee era sólo dos años mayor que Hae. Alto y gallardo, tenía sin embargo el rostro lampiño, aunque pálido y ensombrecido por profundas ojeras en el fondo de las cuales ardían unos ojos inquietos y febriles. Era el hijo mimado de Haneul, cínico y egoísta, consumido desde demasiado temprano por los vicios, pero Donghae lo miraba con sincera ternura.
—Cuando venía para acá vi un guerrero azul meterse entre los arbustos —dijo Sehun—, un guerrero en el gallardo cuerpo de Siwon Choi... Me parece que he descubierto tu secreto, hermanito.
Buena figura, un nombre ilustre, no está mal para distracción de otoño... y digo distracción porque es hijo de una viuda pobre y estudió su carrera gracias a la generosidad de su tío, que al morir no le dejó nada más. Como distracción de otoño puede pasar, y eso a condición de que no te intereses demasiado en su perfil de Apolo ni en sus piernas de bailarín.
—Si no supiera que hablas en broma, te aborrecería —replicó él montando con rapidez en su caballo y alejándose antes de que su hermano pudiera imitarlo y seguirlo.
—¡Hae! —gritó—. Espérame, tonto de capirote.
El muchacho no lo oyó siquiera. Sehun corría ya detrás de él, pero sofrenó su caballo mirando desde lejos como cruzaba el puentecillo tendido sobre el pequeño río, dejando atrás los gruesos troncos del bosque de pinos. Pasó postes que indicaban el comienzo de otra propiedad, sorteó con su habilidad de jinete, tropezones y peligros para aflojar más aún las riendas de su brioso caballo, poniendo la mayor distancia posible entre él y Sehun.
Éste todavía gritó.
—¡Por ahí no, Hae! ¡Estás loco! ¡Vuelve! ¡No entres allí!
Pero él se internó más y más en el bosque, el cual terminaba en una rápida pendiente. Sobre las hojas caídas, resbaladizas, húmedas de escarcha, resbalaron las patas de su caballo sin que él pudiera contenerlo. Vertiginosamente siguió, saltó una cerca de piedra en la que se cortaba de repente el camino, y al fin, caballo y jinete fueron bruscamente arrojados sobre la pared de cristales de un invernadero. Voces y gritos de sorpresa se unieron al estrépito de vidrios rotos. Sooyoung, la vieja criada corrió, asustada.
—¡Ay, señor...! —gimió—, ¡Es un muchacho... está loco! ¡Se ha matado! ¡Míralo!
A los gritos acudió también un hombre, gritando indignado.
—¡No es lo peor que se haya matado, sino que ha destrozado mis almácigos! ¡Tres meses de trabajo perdido!
Donghae abrió los ojos con esfuerzo tras el duro golpe sufrido.
Un dolor agudo lo hizo mirar a su mano izquierda que sangraba por una larga herida. Luego miró los rostros hostiles de los campesinos y el de un hombre alto y corpulento, desfigurado por la ira.
—¿Quiere decirme por qué ha hecho esto? —preguntó él.
Era un rostro curtido, de ruda belleza varonil. Los cabellos negros y lacios le caían sobre la frente despejada; llevaba desabrochado el cuello de una camisa azul, como la de los campesinos, manchados de barro los anchos pantalones y las altas botas que llegaban hasta sus rodillas. Sus bruscos modales sacudieron el orgullo de Hae, le dieron fuerzas para incorporarse, para alzarse frente a él.
—¡No rompí su intento de invernadero, señor mío! —replicó altivo—. Bien puede ver cualquiera que me caí.
—También podía ver cualquiera que hay una cerca de piedra en su camino. Pero usted sólo se ocupó de correr a su antojo. Key... —gritó a uno de los campesinos—, hazte cargo de ese pobre caballo que está herido.
—También él está herido, señor —dijo Sooyoung.