Brecha de esperanza

PRÓLOGO

— ¿Por qué te esmeras en volver con ella cuando yo puedo cuidar mejor de ti? — inquiere por sexta vez en menos de una hora. Podría jurar que empezaba a impacientarse ante mi negativa.

— Porque es mi madre, Paul. — mi voz tembló por la oración que despidió mis labios. Mi subconsciente me retaba por las veces que la mencionaba.

Paul alzó una ceja sin creer lo que acababa de decir. Asentí en despedida antes de empezar a caminar, la idea era esfumarme de su vista antes que el problema creciera. Una frase bastó para detenerme. Una que ardía y dolía como el infierno pero era verdad. Mi realidad, una realidad que me costaba aceptar.

— ¡Ella no te quiere, Aledis!

Su grito hizo eco en cada rincón no solo de la casa, sino en mi cabeza. Giré sobre mi eje encontrándome con sus ojos cafés arrepentidos.

— Lo siento... Yo...

— Lo sé. — admito, apretando los dientes. La garganta me ardía, los ojos se me aguaron aun así no lloraría — Y, ¿qué esperas? No puedo terminar en un orfanato, donde no podría hacer... nada, no alcanzaría ni la universidad ; sería más miserable de lo que ya soy.

— Eres muy pequeña para pensar en el futuro.

— Y la vida muy cruel para no hacerlo. — refuto retomando mi camino.

— Piénsalo.

— Piénsalo. Tú. Paul. — empiezo a mencionar las palabras lentamente — Me ves como un reemplazo de Daniel. ¡Acéptalo! Él murió y no puedes reivindicarte conmigo solo porque preferiste tu trabajo antes que a tu familia. ¿Ves? Después de todo Catalina y tú no son tan distintos.

El silencio se adueñó de la sala; su mirada dolida fue el pique para mi salida. ¿Pero qué acababa de decir? me detuve con la mano en mi pecho, agitada luego de correr varias cuadras, me apoyé en el tronco de un árbol. La garganta me ardía y no por el esfuerzo físico, lastimar a la única persona que le importaba, dolía; la verdad sobre mi madre, dolía.

Los ojos me picaban y las lágrimas no tardaron en brotar de ellos. Miré el cielo en busca de consuelo; era un día bonito, soleado y fresco. ¿Por qué lloraba? Si es de esos días donde ríes, juegas o compartes en familia.

Me sentía tan sola.

A los diez años anhelaba  la vida de Daniel. Aunque no tuviera a  su padre cerca, siempre al llegar de la escuela era recibido por su madre con abrazos y besos repartidos en su rostro, aunque ella nunca hizo distinciones entre ambos y me hizo sentir como una hija más, todo eso quedaba sepultado cuando llegaba a casa.
No tenía padre, y una mujer con el título de madre no me esperaba en casa preocupada por si llegaba, o por si la comida se enfriara, o preocupada por si tenía un resfrío en los climas fríos. Para mí llegar a casa era estrellarme con una pared construida de indiferencia. Para mí llegar a casa era tener la imagen de Catalina tirada en el piso inconsciente por inhalar tantas sustancias juntas antes de abrir la puerta. 
Lo peor era cuando estaba en casa; pasaba noches de insomnio, vigilante a la puerta de mi habitación cuando ella traía hombres y corrompían la sala con bolsas de cocaína, paquetes de marihuana y botellas de licor.

 




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