PRÓLOGO
Nero
Tuve que haber suplicado, rogado, pero no salía nada de mi garganta. Quizás era porque estaba roto o ya no quedaba nada en mí, solo vacío. Era un monstruo: había matado a la única persona que me había amado. Ni siquiera me importaba cómo el cuchillo se clavaba en la parte interna de mi barbilla.
Mi rostro estaba lleno de cicatrices. Era un monstruo, uno al que le daba asco volverse a mirar al espejo. Pero no iba a rogar, no me lo merecía.
El aire olía a sangre, mi sangre, y mis ojos estaban clavados en el suelo. Quizás todo esto era lo que me merecía.
—¿Eres un monstruo? ¿Acaso no te das cuenta de que tú la mataste? —expuso, como si supiera que al decirlo me lastimaba.
Y no se equivocaba: era mi culpa.
—Pero está libre de ti —susurré, como si esa verdad me doliera y me aliviara al mismo tiempo. Porque me sentía aliviado de que ya no soportara sus insultos, sus golpes, sus violaciones. Ella iba a poder estar en paz.
Su rostro se enfureció y comenzaron los golpes. Clavé mis uñas hasta hundirlas en las palmas de mis manos. La sangre tenía un sabor metálico, y su cuchillo fue directo a mi lado izquierdo, dejándome una cicatriz desde los ojos hasta la mandíbula, más grande que las que solía dejar. Pero sabía que había dado en el clavo.
Una risa salió de sus labios antes de darme la última patada en el estómago y salir. Sabía que estaría muerto si no fuera porque era su único heredero. Para su maldito reino no tenía más hijos, o no pudo tenerlos aparte de mí.
Sentí cómo comenzaba a marearme. Había perdido la cuenta de los días que llevaba aquí. Quizás la muerte era la opción más fácil, y era lo que me merecía. Mis ojos comenzaron a cerrarse.
Si ella no hubiera vuelto por mí durante ese ataque, estaría viva. Todavía recuerdo sus dulces manos acariciándome el cabello cuando tenía miedo. Incluso venía a mí cuando papá la golpeaba, porque sabía que no podía dormir sin ella.
—Mi dulce niño —susurró su voz.
La vi fijamente: estaba hermosa como siempre la recordaba. Su cabello negro caía por su espalda, y sus ojos grises me miraban con amor.
Lo único que mi mente podía decir era: por favor, déjame ir contigo.
Y su voz fue un dulce castigo. Supe entonces que vivir una vida llena de sufrimiento era lo que merecía. Ahora me tocaba vivir mi infierno.