CAPÍTULO 1
Addie
—Por favor… no, no lo hagas —suplicó, tratando de arrastrarme lejos de él—. Te lo ruego, no más golpes. No me hagas más daño.
Gruñó, y el miedo volvió a colarse en mis huesos mientras intentaba contener las lágrimas que amenazaban con salir.
No voy a llorar. No aquí, no frente a él, no otra vez.
—Eres igual a ella —dijo, con una mirada de rencor—. Solo eres una apariencia bonita, nada más. Igual que tu madre.
Clavé las uñas en mis palmas. Sus palabras dolían, me herían. Me mordí la lengua para contenerme, para no reclamarle que, a pesar de todo, seguía siendo su hija.
—¿O acaso no es así? —insistió, con esa mirada que tanto odiaba. Odiaba parecerme a ella. Odiaba mirarme al espejo y encontrarla en mis rasgos. Y, aunque me dolía admitirlo, odiaba que él tuviera razón.
—Papá —jadeé, sin aliento—. Quería decirle… quería aclararle las cosas, quería que me creyera: fue su socio quien me miró de una forma pervertida.
—Yo no me le insinué, por favor, créeme —rogué, buscando en sus ojos algún indicio de confianza o comprensión.
Pero algo se rompió en mí al ver cómo sus ojos solo me atravesaban con incredulidad, como si yo fuera la culpable de todo.
Él no me creía. Creyó en lo que su socio le dijo y no en la palabra de su hija.
Lo miré en silencio, con los ojos húmedos, como si mis palabras no sirvieran. Como si hablar solo empeorara las cosas.
Respiré hondo, intentando no quebrarme frente a él.
—Patética —musitó, con su sonrisa cruel, esa misma que siempre reservaba para mí, mientras salía de la habitación.
Sus palabras dolían más que los golpes. Más que las humillaciones.
Mis ojos se desviaron hacia una fotografía en mi tocador: mamá, mi gemela y yo sonriendo, mientras papá nos miraba con amor, como si fuéramos su todo. Nuestro último momento de alegría, captado unas semanas antes de que ella se fuera… que nos abandonara. ¿Acaso no pensó en nosotros?
La miré de nuevo. Era la única que tenía después de que papá las quemara todas. Y, aunque me dolía ver a mamá, la guardé. Era lo único que me quedaba de ella y de mi hermana. El vacío que dejaron era doloroso, una herida que se abría con cada recuerdo. Solo tenía cinco años cuando todo cambió. No merecíamos esto. Ella solo quería a nuestra madre. Nosotros solo queríamos a nuestra madre.
Mi mirada se posó en el espejo cubierto de la habitación, un recordatorio de todo lo que odiaba. La duda me consumía: ¿cómo se vería ahora Aurora, mi dulce Rory? Lo único que tendría que hacer era destaparlo —ella era mi gemela—.
Pero, ¿y si odiaba lo que veía? Al final, todos me recordaban que era el reflejo de la madre que una vez tuve.
Mis dedos temblaban. No me había visto en un espejo desde el día en que ella se fue. Tiré con fuerza, y el espejo se rompió. Pedazos de vidrio volaron por el aire y cayeron a mi alrededor. Mi vista se fijó en los fragmentos esparcidos.
El silencio volvió a inundar el lugar, el mismo silencio que era mi único amigo. Odiaba esta vida y todo lo relacionado con ella. Solo quería salir de aquí.
Me apreté el pecho, intentando aliviar mi dolor, rogando que esta soledad se acabara… o que la soledad terminara conmigo.