Terry, con la furia todavía chispeando en su rostro, se apresura hacia las puertas de los baños, abriéndolas una por una con una energía frenética. Sus movimientos son bruscos, casi desesperados, como si en cada puerta pudiera estar la clave para acabar con la tensión que los rodea. El eco de las puertas metálicas golpeando las paredes resuena en el vestuario, amplificando la sensación de soledad y desamparo. Cada vez que una puerta se abre y revela nada más que sombras, la frustración de Terry crece.
Néstor, a unos pasos detrás de él, observa la escena con un nudo en la garganta. Su mente no puede escapar de la idea de que algo o alguien está jugando con ellos, y no de una manera inofensiva. El aire parece estar cargado de una presencia invisible, una fuerza que acecha desde cada rincón oscuro del lugar. Cada pequeño sonido—el goteo lejano de una tubería, el crujir de los casilleros metálicos—hace que su piel se erice.
—¡¿Quién está aquí?! —grita Terry, su voz quebrada por el nerviosismo. Su agresividad habitual comienza a disolverse, dejando ver un miedo primitivo que hasta ahora había intentado ocultar. Golpea otra puerta y se queda quieto, respirando entrecortadamente—. ¡Muéstrate o te irá peor!
El sudor frío corre por la espalda de Néstor. Algo está terriblemente mal, y él lo sabe. A pesar de que no hay señales visibles de una amenaza inmediata, el ambiente se siente cargado, como si estuvieran siendo observados por ojos invisibles, maliciosos.
Entonces, un ruido sordo proviene del fondo, donde las duchas se alinean en fila. Néstor, impulsado por un instinto que no entiende del todo, corre hacia ellas.
—¡¿Y en las duchas?! — grita, más para sí mismo que para Terry, tratando de adelantarse a lo que podría estar esperando detrás de las cortinas que cuelgan pesadamente. Empieza a abrir una tras otra, temiendo lo que podría encontrar.
Pero no hay nadie.
Néstor se queda quieto por un momento, su respiración agitada y sus manos temblando. Está horrorizado, el miedo mordiendo cada rincón de su mente. No quiere volver a revivir aquella sensación; lo ha experimentado antes, ese escalofrío que congela los huesos y el aire denso que parece aplastarle el pecho.
El último bombillo parpadea violentamente sobre ellos, y luego se apaga.
Una oscuridad total los envuelve, más opresiva que el mismo silencio. Néstor apenas puede ver la silueta de Terry, que también ha quedado inmóvil. Solo se escucha la respiración pesada de ambos. El miedo crece, voraz, como si estuvieran a punto de ser tragados por la misma negrura.
—¡¿Qué… QUÉ PASA?! —grita Terry aterrado, su voz se quiebra en el silencio.
Néstor escucha un par de pasos arrastrándose siniestramente a su alrededor, y entonces, en un instante.… Nuevamente esas carcajadas malévolas que retumban en la penumbra, como si fueran un eco de pesadilla. Pero esta vez, algo es diferente. Esas carcajadas son aún más terroríficas, revelando la profundidad de la locura de quien las emite.
—¡Nesto, no te hagas el payaso!… ¿Acaso eres tú el de las risitas? —pregunta Terry con la voz temblorosa, su tormento casi tangible en el aire viciado.
—¡No soy yo! —responde Néstor.
El bombillo se enciende, revelando la pesadilla que acechaba en la penumbra. En el rincón más oscuro de la habitación, se materializa una figura: una aberrante mujer disfrazada de bruja, su piel pintada de un verde enfermizo y su rostro grotescamente desfigurado, como si estuviera hecho de cera derretida. Sus ojos, inyectados de odio y desdén, brillan con malevolencia, y su risa resuena como una cacofonía de locura pura, un eco de la desesperación que inunda el aire. Cada risa eriza cada pelo de la piel de Néstor, mientras una ola de terror lo envuelve, como si la oscuridad misma estuviera materializándose a su alrededor. La bruja avanza lentamente, sus movimientos son como un ritual macabro, cada paso cargado de una promesa de sufrimiento. En ese momento, Néstor comprende que ha cruzado una línea que no puede retroceder; lo que se presenta ante él no es solo un disfraz, sino una encarnación de su nueva peor pesadilla, una presencia que se deleita en el terror y la agonía. En cambio, Terry comienza a reír, intentando disimular sus miedos.
—Pedazo de estúpida, ¿crees que puedes asustarme con ese ridículo y barato disfraz de bruja? —pregunta con una sonrisa forzada.
El sombrero de bruja parece sacado de otra época; su castaño y esponjado cabello cae hasta alcanzar sus hombros. Lleva puesta una túnica larga, desgastada y rasgada, de tela oscura y bastante descolorida; en su cintura tiene amarrada una soga de mimbre que en un extremo lleva un garfio, y a lo largo de aquella soga cuelgan diferentes tipos de pequeñas botellas de pociones.
En medio de la tenue oscuridad, Néstor corre hacia la puerta del vestuario, intentando abrirla para huir, pero no cede.
—No, no, no… ¡Está trancada!
Terry saca a relucir su valentía y Néstor lo observa caminar hacia la bruja mientras aprieta y hace sonar sus puños. Mientras sonríe, intenta hacerle entender que está en graves problemas.
—A ver, brujita… lánzame un hechizo. —Terry trata de sonar arrogante mientras avanza hacia ella. La bruja se lleva una mano a su cinturón—. ¡¿Qué esperas, zo…! —sus palabras se ven interrumpidas cuando, con una excepcional agilidad, la bruja se quita la soga de la cintura y la lanza, envolviendo el cuello de Terry.
—¡Oh por Dios! —Néstor deja escapar un grito al ver cómo el garfio termina clavado sobre la garganta de Terry.
La sangre comienza a emanar bajo el punzón del garfio, provocando que un rojo espeso se deslice sobre su cuello hasta alcanzar el cuello de la blanca camisa de la víctima.
De repente, los ojos agonizantes de Terry encuentran la angustiada expresión de Néstor, dejando escapar un balbuceo que deja claro cuánto desea su ayuda. Sus quejidos, roncos y ahogados, denotan dolor y desesperación. Néstor está paralizado del miedo, no puede ayudarlo… Solo quiere salir huyendo de allí.