Kenia lo observa con una mezcla de miedo y desafío mientras él sostiene la lima de metal en su mano.
—¿Qué piensas hacer con eso? —pregunta ella, tratando de sonar valiente, aunque el temor en su voz la traiciona.
—Tu cabello volverá, pero mi ojo no, Kenia —responde él con frialdad.
Da un paso adelante, y ella retrocede, cada vez más nerviosa.
—¿Crees que te tengo miedo? No eres capaz de hacerme daño, ni siquiera de darme un simple pellizco —replica, aunque su tono tembloroso delata su inseguridad.
El dolor, el miedo, la angustia, la depresión… Néstor ha experimentado cada una de esas emociones desde que perdió su ojo. Cada día, enfrenta los traumas de su nueva realidad: es un adolescente tuerto. La incomodidad se intensifica cuando la gente intenta mirarlo a los ojos, y la ansiedad lo invade cada vez que llora, cuando sus lágrimas mojan solo un lado de su rostro. Todo comenzó por culpa de Kenia y sus celos enfermizos. Si no hubiera torturado a Ángela, nada de aquella horrible noche habría ocurrido.
¿Por qué debería Kenia llevar una vida normal mientras él sufre las secuelas? La oportunidad de hacerla pagar, de devolverle cada atrocidad, está justo en sus manos.
Néstor aprieta con fuerza la lima metálica y avanza hacia Kenia con pasos lentos pero cargados de amenaza. En un instante, sin aviso, la sujeta del cuello y la empuja con violencia hasta arrinconarla en la misma esquina en la que había visto al profesor acorralarla minutos antes. La punta afilada de la lima se eleva frente al rostro de Kenia, un recordatorio de sus pecados, listo para hacerla pagar.
Pero antes de que logre moverla hacia ella, Kenia reacciona con un rodillazo certero en su entrepierna.
Un dolor agudo y paralizante lo atraviesa de inmediato, dejándolo caer al suelo, doblado por la intensidad del golpe mientras se sujeta en agonía.
—¡Maldición! —musita Néstor, retorciéndose en el piso, presa de un dolor que lo deja incapaz de cualquier venganza.
Mientras intenta recuperarse del dolor punzante, Néstor ve a Kenia correr hacia la salida del taller de carpintería, desesperada por escapar de su venganza. Pero su intento es en vano: desde atrás, alguien le lanza un taburete de madera, golpeándola en las piernas y haciéndola caer al suelo con un grito ahogado. Néstor gira la cabeza para ver qué ha causado el alboroto y se encuentra con una figura siniestra.
Una mujer enmascarada ha aparecido en el taller, llevando una máscara verde de látex que imita el rostro de una bruja horrenda. Aunque no puede ver su rostro, algo en su postura y en la fuerza con la que ha irrumpido en la escena le resulta inquietantemente familiar. Podría ser Ángela sin su disfraz de Halloween, o podría ser otro seguidor que, al igual que él, ama como la bruja toma venganza contra los abusivos. Esta figura siniestra lleva jeans largos, un hoodie negro con la capucha cubriendo su cabeza y guantes oscuros que completan el aspecto aterrador. Con movimientos calculados, la enmascarada se acerca a Kenia, quien aún está en el suelo, aturdida y temblorosa.
El taller se llena de una abrumante tensión. Néstor observa en silencio, sus pensamientos entre el miedo y la fascinación, sin estar seguro de quién es esta mujer enmascarada ni qué planes tiene para Kenia. Intuye, sin embargo, que las cosas están a punto de volverse más aterradoras y sangrientas.
Mirando a su alrededor, Néstor busca una explicación de cómo esta intrusa ha logrado entrar en el taller sin ser vista. La puerta que da al jardín está entreabierta, y la brisa fría que se cuela parece confirmar su deducción: esa fue su entrada.
—Esta zorra es bastante escurridiza, ¿verdad? —la voz, inconfundible, es de Ángela. El corazón de Néstor late con fuerza al darse cuenta de que ella está allí, compartiendo su mismo espacio, tan cerca de él.
—¿Qué haces aquí? —pregunta, intentando disimular la sorpresa y la ansiedad que le recorren mientras observa como Kenia llora y se esfuerza por levantarse, posiblemente con una pierna rota.
—Solo intento poner fin a esto de una vez por todas. Cada vez que me cruzo con ella, logra escapar —responde Ángela, con una determinación fría que parece impregnar el aire del taller.
Néstor la mira, desconcertado por la intensidad en sus palabras y la calma aterradora en su rostro.
Ángela se planta frente a Kenia y, con un movimiento rápido, le arranca la peluca, dejándola al descubierto, calva en un segundo. Sin detenerse, la toma por la camisa y tira con fuerza para levantarla del suelo, haciendo saltar varios botones de su uniforme y dejando expuesto las copas de su sostén rosa. Kenia reacciona con agilidad; sus manos encuentran un formón en la mesa cercana, y, con un gesto decidido, lo clava en el brazo de Ángela. La bruja emite un grito ahogado, luchando por no dejar escapar el dolor que la recorre, evitando alertar a alguien más.
Kenia no pierde el impulso y agita el formón frente al rostro de Ángela, que consigue esquivarlo con un rápido movimiento. Mientras ambas están ocupadas, Néstor encuentra un taladro de batería en un estante del taller, lo toma y lo enciende, haciendo que la broca gruesa gire con un sonido amenazante.
El ruido alerta a Kenia. Se gira rápidamente y, al ver a Néstor acercándose con el taladro, su atención cae en él. Ángela aprovecha la distracción, levanta un martillo y golpea a Kenia en la cabeza. Sin tiempo para reaccionar, Kenia cae al suelo, inconsciente, su cuerpo inerte entre las herramientas y el caos del taller.
—Por fin te tengo, maldita —murmura Ángela con desprecio, tocándose la herida sangrante en su brazo, resultado del ataque de Kenia.
—¿Y ahora qué hacemos con ella? —pregunta Néstor, todavía sosteniendo el taladro en su mano, haciendo girar la broca con determinación.
Ángela lo mira durante unos segundos y luego se dirige al estante de herramientas. Allí, toma una pistola de clavos eléctrica. Al volver a girar hacia él, su mirada es intensa y directa.