Buscaré tu nombre en las estrellas

DOLOR

Ángela no hizo comentarios hasta que concluyó el relato, no hizo expresión alguna de comprensión, tristeza, alegría o dolor. Simplemente se quedó en silencio y asintió al escuchar la razón por la que Nara ya no podía llorar más. La abrazó, pero no le dio palabras de consuelo ni la animó para que la agonía de revivir esos dos últimos meses apaciguara.

Nara comprendió que no había mucho que decir. Su hermana no vivió lo que ella sí, no estuvo ni siquiera presente en alguno de los episodios relatados, era ajeno para Ángela y su visión era nula. Nara la apartó de su vida el día que escapó del funeral de la abuela, fue una desconocida la que volvió de México y para eso no había palabras. Al menos, el silencio entre ellas era confortante.

Poco tiempo después se despidieron. Su hermana se armó de valor para pedirle que regresara a casa con ella, dijo que su madre estaría contenta de verla y que las cosas podían ser como antaño. Pero no era verdad, Nara quebró un lazo el día que se fue y dudaba que hubiese reparación para aquello. Otra excusa es que no se sentiría cómoda. “Vas a volver, cabrona, regresarás adolorida, necesitarás ayuda y entonces, no estaré para ti.” Palabras como esas no se olvidaban y no quería parecer el perro arrepentido con el rabo entre las patas. Perdió su valor, su visión, su personalidad y su corazón en el viaje a México, incluso perdió casi toda su dignidad, pero lo poco que le quedaba, lo pensaba conservar.

Llegó al departamento casi cuarenta minutos después. Se pasó un par de paradas debido a su estado de nula concentración. El sueño y cansancio la estaban matando. Diana le dejó una llave bajo el tapete para que entrara en caso de que llegara por la madrugada, que fue justamente lo que ocurrió. El domingo llegó a las cuatro de la mañana (maldito vuelo con escala) y durmió hasta pasado el mediodía. Llevaba un pantalón blanco en la maleta y una bata. Lo que le faltó fue el par de zapatos, pero Diana salió en su auxilio y le prestó un par. La realidad era que el día que salió para México, no le pareció oportuno llevar zapatos clínicos blancos.

No sabía que prefería, comer hasta hartarse o primero dormir y dejar que el hambre, posteriormente, la despertara. La próxima vez que tuvieran guardia llevaría comida de casa. Dada su situación económica del momento, no podía darse el lujo de comer en la calle, ahorrar era lo primordial. También debía buscar trabajo o alguna forma de ganar dinero. Por el momento se hallaba a flote, pero dentro de seis o siete meses, se vería en serios problemas.

Sus pensamientos rápidamente volaron hacia Rodrigo y la comodidad de esos meses a su lado, todo era tan bello y fantástico…meneó la cabeza con brusquedad, echarle limón a la herida no sería de utilidad. Lo último que pensó antes de caer en la cama y dormir fue que lo que más coraje le daba era desperdiciar el dinero del local de tatuajes en el estúpido boleto de avión. Maldita sea, nunca se perdonaría aquello.

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Cuando recobró la conciencia, el sol había dado paso a la oscuridad. La ventana de su minúscula habitación daba una imagen espectacular de la luna llena. Era tan blanca y redonda, le pareció perfecta.

Oyó pasos recorrer el pasillo y un par de voces alegres, seguramente eran sus compañeras. No había convivido mucho con ellas desde su regreso. Un par de saludos corteses y frases evasivas sobre sus vacaciones de verano. Todo aquello lo atribuyó al agotamiento del viaje, del ponerse al corriente académicamente y de su salud emocional, pero eso pasaba a segundo plano, había dado vuelta a la página. Era momento de enfrentar su nueva realidad.

Se lavó la cara, los dientes y trató de lucir presentable. Hasta entonces se arriesgó a salir de su acogedor escondite. La luz del foco exterior fue tan molesta como lo sería para un topo, vaya horas de sueño.

– Buenas… ¿noches?

 

– ¡La bella durmiente despertó!

Diana dejó de preparar el sándwich de jamón y se acercó a Nara, fingió inspeccionarla como si de una sospechosa de algo se tratase.

– Y no es un muerto viviente… eso significa que sobreviviré a esta guardia.

A su nueva amiga y única por lo visto, le gustaba dramatizar un poco las cosas, podía resultar divertido en algunas ocasiones; en otras, podía resultar irritante.

– ¿Qué tal la primera guardia, Nara? –preguntó Regina, la otra compañera –. Un amigo también sufrió la primera guardia y dijo que apenas aguantó. Al pobre lo castigaron.




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