Para todos los demás, el mundo se vuelve de color negro cuando alguien muere, pero no para la gente de Turmalina. El negro y el dorado eran los colores de su pueblo, su bandera, su escudo de armas, sus uniformes de combate, así que siempre están presentes y los funerales no cambian demasiado el paisaje. Tal vez fuera esa la razón tras la elección de colores. O quizá, a favor de la costumbre, así sea más fácil fingir que no duele.
A Xhadara, las lágrimas le estaban prohibidas, al menos de cara sus súbditos. El rey estaba muerto. Larga vida a la reina Xhadara de Turmalina. Pero ese rey muerto a manos de los figurantes, era su padre. El hombre que la había criado, que le había enseñado todo lo que sabía sobre su nuevo deber y la única persona que había confiado en ella desde el día en que había nacido. Todos los demás no había creído que fuera posible que ella reinara. Pero no había tenido hermanos, ni su padre había intentado sustituirla teniendo un hijo varón. A pesar de las suplicas de su consejo, después de la muerte de su madre, él no se había vuelto a desposar ni había tenido otras con las que poder engendrar un hijo. "Antes un bastardo que una mujer", les había oído decir a más de uno. Pero su padre se había mantenido firme y ella, en valiente respuesta a la confianza puesta por su padre, había entrenado sus habilidades de forma enfermiza para que él estuviera orgulloso. Había escogido para ello el arma más complicada y por ello había recibido innumerables golpes por su torpeza, pero la sonrisa de su padre lo compensaba todo y le permitía no rendirse. A los veinte había vencido a todos sus maestros y los rivales que se le habían presentado. Desde entonces, cada vez más gente de su entorno la veía con otro ojos y empezaba a confiar en ella, pero no todos. Ahora, sintiéndose completamente sola tras perder al último miembro de su familia, con un consejo variopinto, que le había jurado lealtad a su padre y no a ella, se enfrentaba a la realidad de gobernar un reino al tiempo que entraría a formar parte de la élite de los reyes caballeros, aquellos elegidos por linaje para enfrentar a los figurante más allá de la Hendidura.
Hacía ya casi tres cientos años que, un día cualquiera, sin aviso ni advertencia, la Hendidura se abrió en la frontera de los antiguos reinos. De ella salieron los llamados figurantes, criaturas atroces, medio animal medio mineral, de todos los tamaños, colores y formas, que sin piedad alguna atacaron a la población sin hacer distinción entre reinos, edades o géneros. Los líderes de los reinos antiguos se unieron para confrontar a los figurantes sin mucho éxito. Con la energía que desprendía la Hendidura, un poder antiguo les fue devuelto a los humanos. Una serie de habilidades ocultas con la que enfrentar a sus nuevos enemigos. Pronto se descubrió que sólo algunos linajes quera capaces de controlar dicho poder y estos se hicieron con el control del territorio dividiéndoselo y formando así los Nuevos Reinos. Doce gobernantes fueron originalmente, de los que ya sólo quedaban ocho. La Hendidura era cruel y algunos reyes cumplieron con su deber, cayendo en combate, sin dejar descendencia alguna. Ahora Xhadara era la última de su linaje, la última de su familia capaz de portar la Cadena de Batalla y enfrentarse a la oscuridad misma. Incertidumbre y miedo se presentaban ante ella pero, no lo demostraría porque era una reina caballera ahora. Una reina llena de rabia y odio por aquellos que se habían atrevido a derrotar a su padre. No era su virtud la prudencia y quería entrar en esa condenada Hendidura para acabar con todos los figurantes. Pero si su padre no había podido y ella no tenía linaje que vengara su muerte, sabía que tampoco podía precipitarse. Debía construir su pasión inteligentemente o todo se perdería.
El calor de llamas era asfixiante. Frente a ella el féretro de su padre ardía en lo alto de una grandiosa pira. A los pies de ella había otro féretro más. La cadena de batalla de su padre, quien había cumplido con su deber hasta su último aliento, muriendo en batalla sólo unos instantes antes que el rey. Su padre había sido llevado medio vivo hasta el palacio. Antes de morir por sus heridas, su hija había podido despedirse de él, pero en su lecho de muerte le había concedido unas palabras confusas. Buscaba con fervor a su Cadena de batalla ya muerto. Tomó la mano de su hija con fuerza y le preguntó una vez más por su siervo. Cuando la joven le explicó que había muerto protegiéndole, como era su deber, el hombre abrió mucho los ojos con sorpresa y enseguida los cerró para dejar caer lágrimas a pesar de su propia muerte inminente. Ella no lo entendió. Sus últimas palabras fueron aun más confusas que sus actos.
—El hombre cuya cadena vas a sujetar, trátale con respeto, pues tú eres todo su mundo. Lo que él reciba, será el reflejo de tu persona. Proyecta al mundo tu pasión y tu gallardía y si al final de los días tu Cadena de batalla sigue fiel a tu corazón, me harás sentir orgulloso, hija mía.
Era muy extraño. Jamás había tenido con su padre una conversación sobre su Cadena de batalla, del cual siquiera recordaba el nombre, y de repente sus últimas palabras eran sobre cómo debía comportarse con el suyo. Inconcebible. Era un hombre. Eso era lo que había dicho su padre y era lo único que sabía sobre su Cadena de batalla. Eso que y había nacido el mismo día que ella, por supuesto, tal y como indicaba la tradición. No tardaría en conocerle. Igual que su padre antes que ella, tras el funeral, sería su nombramiento y después quedaría encadenada a ese hombre hasta el día de su muerte. Su deber sería morir antes que ella, cuidándola siempre. Sólo la muerte le liberaría de su misión.
Xhadara observó a los reyes y primogénitos presentes en el funeral. Todos ellos se habían burlado de ella o le habían lanzado miradas de desprecio y superioridad porque sería la primera mujer en llegar al trono. Siempre se había heredado por vía paterna, pero Xhadara no tenía hermanos. En ocasiones se había preguntado qué hubiera pasado si su padre hubiera tenido un hijo varón tras ella. ¿Le habría negado su derecho de nacimiento y habría tenido que vivir a la sombra de un hermano menor como habían hecho muchas otras antes que ella? ¿Lo haría incluso a pesar de lo mucho que él la quería y que ella se había esforzado para ser digna? Nunca fue lo suficientemente valiente como para conocer la respuesta, así que jamás le hizo a su padre la pregunta. Allí, en medio de la confusión de sus pensamientos enredados, mientras el cuerpo de su padre ardía con honores y sus cenizas volaban llevadas por el cielo, Xhadara se fijo en algo en lo que nunca antes había sido consciente. Entre las Cadenas de batalla de los otros reyes sí había mujeres. Se negaban a que una mujer fuera a reina, pero ellos llevaban a mujeres a la batalla en la Hendidura. Eso quería decir que esas mujeres se habían enfrentado a otros hombres y habían ganado. De pronto sintió envidia, porque ellas habían luchado en igual de condiciones, y orgullo, porque les habían vencido. Sería una de ellas. Una mujer digna de entrar a la Hendidura y salir victoriosa. ¿Una de ellas? ¿Envidia? ¿Acaso se había vuelto loca? Esas Cadenas de batalla no eran nadie, ya fueran hombre y mujeres, y ella era la futura reina de Turmalina. Ella sería recordada, glorificada y su cadáver estaría en lo alto de la pira. Ellos tendría suerte si morían con honor, es decir, antes de su señor. Empezó a comprender entonces lo poco que sabía sobre la hipocresía del mundo en el que vivía. Su padre le había enseñado a luchar, a ser fuerte y a dirigir, pero había cosas que tendría que aprender por sí misma.