Y allí estaba, sentado en una banca de piedra, en medio de un cementerio, con un día nublado y que estaba a punto de soltar toda la lluvia que les quedaban a esas nubes grises. Tenía un café instantáneo en mis manos y estaba junto a la mujer que me había rechazado y roto el corazón. Definitivamente no era mi día de suerte.
Dejando de lado la increíble, y hasta cierto punto, ridícula situación que estaba viviendo, el silencio entre nosotros se estaba empezando a hacer mucho más incómodo de lo que ya era en un principio. Ella no parecía muy motivada a iniciar la conversación, y yo no podía seguir aparentando ignorancia mientras admiraba la hilera de humo que salía de mi vaso de plástico.
Podría jurar haber visto al gato de hacía unos minutos pasar a lo lejos entre dos panteones con estatuas en lo alto, no sé qué tenía de raro la verdad, pero me llamaba mucho la atención. Miré el cielo y no parecía estar a punto de llover, seguía nublado, pero por como estaban las nubes, quizás para la noche acabaría lloviendo.
Le di un sorbo a mi bebida pensando si había cerrado la ventana de mi cuarto cuando salí esa mañana, pero de lo que no me había percatado, o se me había olvidado por completo, era que el café estaba extremadamente caliente. Y evidentemente pasó lo que tenía que pasar.
—¡Ah! —me quejé.
Sentía un ardor por toda la punta de mi lengua, en un intento por calmar esa sensación saqué mi lengua afuera e intenté abanicarla con mi mano libre. Para mi mala suerte, noté que me había manchado mi suéter con café. Observé las tres manchas marrones que se extendían por mi pecho, todas de diferentes tamaños.
—Ahh, era mi favorita —musité. Entonces lo escuché.
Justo a mi lado llegué a distinguir un muy leve, pero evidente, risilla. Alguien se estaba riendo de mi pequeño accidente, pero ¿quién? Entonces la recordé, la razón por la que estaba en ese banco, la de por qué tenía mi café en mis manos y la de por qué estaba tan nervioso.
Giré mi cabeza de manera muy lenta y temerosa, justo en dirección de ese murmullo que se hacía más claro a medida que iba quedando frente a ella. En cuanto quedamos frente a frente noté mejor su reacción, como era de esperar, ella estaba aguantando una risa con todas sus fuerzas (que al parecer no eran muchas), tenía en una mano su café, y la otra la usaba para tapar su sonrisa.
—Qué bueno que te diviertes —dije con un tono claramente ofendido, pero lejos de tomárselo a mal, Natasha no pudo seguir conteniendo su risa, y entre carcajadas me respondió.
—Lo siento, pero ¿cómo esperas que no me ría con eso? —se justificó mientras sacaba una servilleta de papel de su bolso.
Mientras Natasha luchaba contra las resistentes manchas de café en mi suéter, parecía tratar de no reírse en el intento. «Tampoco fue tan gracioso» pensé un poco molesto. Ella me regañó por moverme un poco y fue ahí cuando me di cuenta de lo cerca que estábamos el uno con el otro. Ella pareció notar mi nerviosismo, pues se detuvo un momento diciendo.
—¿Nervioso?
—Cállate —gruñí por lo bajo.
Un silencio se formó cuando las manchas habían sido erradicadas de mi pecho, ahora habíamos vuelto a nuestra distancia inicial, si no es que más. Natasha parecía decidida a mantener las distancias conmigo, «supongo que ella también estará incómoda con la situación» pensé, pero su voz me sacó de mis pensamientos.
—¿Me seguiste hasta aquí? ¿o vienes de visita? —preguntó con un tono muy sutil.
—De visita —respondí con la mirada baja.
—Entiendo —dijo con pesar. Supongo que ella hubiera preferido que dijera que la seguí, al menos así se podría ahorrar la pregunta que claramente quería hacer.
—A mi abuela… —respondí instintivamente intuyendo lo que deseaba saber —Éramos muy unidos, falleció hace ya varios años.
—Ya veo, lo siento.
—Gracias.
Natasha se mostraba mucho más pensativa de lo habitual, y tenía un aspecto lúgubre en su rostro (completamente justificado por donde estaba), mi mente me pedía que le preguntara por qué estaba allí, pero yo sabía la respuesta, había notado el ramo de flores amarillas desde que nos sentamos en la banca. Por lo que pasé directo a la pregunta del millón.
—Y tú ¿a quién vienes a visitar?
La pregunta pareció no sorprenderle a ella, pues esbozó una pequeña sonrisa triste en su rostro, como si desde un principio estuviera segura de que se lo preguntaría. En sus ojos pude divisar la batalla interna que libraba, ella se debatía si contarme o no sobre eso. Por fin se decidió.
—¿Te gustaría conocerla?
—¿A quién? —pregunté con cierto temor de su respuesta.
Natasha miró al cielo, como si buscara fuerzas para decir esas palabras, al parecer las había conseguido, pues se giró hacia mí y esbozó una sonrisa triste.
—A mi hija.
***
Me limité a asentir y en silencio la seguí por los caminos de grava. Pasamos varias zonas del cementerio hasta llegar a una a la que muy pocas veces había entrado, y no por voluntad propia: La zona infantil.
Pasamos por varias tumbas hasta llegar a la correcta, Natasha se detuvo ante una lápida de color ladrillo, esta se encontraba en muy buenas condiciones, sin rayaduras o grietas por el paso del tiempo. Me tomó unos segundos entender que eso no era del todo bueno, era una tumba muy nueva y por ende una pérdida muy reciente.