Cambiar el pasado

CAPÍTULO I

No hay nada extraordinario en ordenar libros. Ningún tipo de gloria, ni misterio. Apenas el roce del papel viejo contra los dedos, y la respiración acompasada de un silencio que, con el tiempo, se vuelve parte de uno mismo. Es una rutina monótona, casi terapéutica, y en mi caso, una especie de refugio.

Me llamo Luca Morel, tengo veintiocho años y trabajo en la Biblioteca Central de Ciudad Gris, una construcción de tres pisos que parece detenida en el tiempo. El nombre de la ciudad no es casualidad: sus calles siempre están cubiertas por una especie de neblina opaca, y la gente camina como si intentara llegar a ningún lugar con demasiada urgencia. Es el tipo de lugar donde los relojes parecen retrasarse por decisión propia.

Llego cada mañana a las ocho. Camino entre los pasillos con las luces apagadas, abro las ventanas para que entre un poco de aire viejo y acomodo los libros que quedaron fuera de lugar. Me gusta ese momento. No hay nadie. Solo yo y los libros, y el crujido de la madera bajo mis pasos. Si no fuera por los lectores ocasionales que vienen en busca de manuales escolares o novelas históricas, podría creer que el edificio me pertenece.

Ese día, como tantos otros, empezó igual.

Encendí las luces del segundo piso y subí con una pila de libros para devolver a sus estanterías. Era la sección de Historia Universal, una de las menos visitadas. Los títulos hablaban de guerras, imperios caídos, pandemias, conquistas. Algunos volúmenes eran tan antiguos que parecían sobrevivientes de las mismas épocas que relataban. Fue allí, mientras me inclinaba para colocar un tomo grueso sobre la Edad Media, que lo vi.

No era un libro, al menos no en el sentido habitual. Estaba oculto entre dos enciclopedias, como si alguien lo hubiese dejado a propósito para que pasara desapercibido. Era un cuaderno de tapas negras, sin título, sin editorial, sin autor. Lo abrí con la misma curiosidad con la que se abre una puerta cerrada durante años.

En su interior, solo fechas.

Fechas escritas a mano, en una caligrafía prolija y antigua. Cada página tenía una fecha y una descripción breve: “18 de abril de 1906 – Terremoto de San Francisco”, “6 de agosto de 1945 – Hiroshima”, “11 de marzo de 2011 – Fukushima”. Pero también había otras que no reconocía: “7 de diciembre de 1539 – Silencio en Mantua”, “3 de febrero de 1711 – Inversión de la Tormenta”.

No parecía un diario ni un registro oficial. Era... otra cosa. Un mapa crónico. Un listado de eventos que alguien, de alguna manera, había agrupado con una intención que no entendía. Y al final, una página en blanco con una sola frase:

**"Escribe, si te atreves."
**
Pensé que era una especie de juego, o un proyecto de alguien que usaba la biblioteca como archivo personal. Bajé con el cuaderno en la mano y lo dejé sobre mi escritorio. Esa noche, cuando me fui, decidí llevármelo.

No suelo hacerlo. Las normas son estrictas y me gusta respetarlas. Pero algo en ese cuaderno me picaba por dentro, como si las fechas me hablaran en un idioma que estaba al borde de entender.

Esa noche no dormí bien. Soñé con relojes derretidos, con voces que hablaban desde otras épocas, con incendios y silencios. Al día siguiente, mientras el sol apenas asomaba, abrí el cuaderno de nuevo y pasé las hojas hasta llegar a la última.

Tomé una lapicera. Dudé. No sabía qué escribir, pero sentía que debía hacerlo. Elegí una fecha, la primera que me vino a la mente: “5 de marzo de 2007”. Escribí debajo: “No llegué tarde ese día”.

Era un recuerdo menor. Un día en que había perdido el colectivo y había llegado tarde a la escuela. No tenía importancia real. Pero al escribirlo, algo vibró en el aire. Una electricidad leve, como cuando uno pasa junto a un televisor encendido. Pensé que era mi imaginación.

Hasta que revisé una vieja caja de recuerdos donde guardaba boletines escolares. El del 5 de marzo no tenía la señal de llegada tarde. De hecho, tenía una nota que decía: “Alumno puntual y aplicado”.

Cerré el cuaderno. Me quedé inmóvil. El mundo seguía igual, pero algo había cambiado. Algo pequeño, casi invisible, pero real. Esa noche no comí. Ni al siguiente día.

Y una pregunta empezó a perseguirme, incluso cuando intentaba pensar en otra cosa:

¿Y si puedo cambiar algo más?




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