Adrien.
No sé muchos detalles sobre las personas que me engendraron, y quizá por eso nunca aprendí a llamarlos padres. Él, el hombre que puso mi existencia en marcha, era un coleccionista de cuerpos y promesas rotas. Vivía casado con la hermana de mi madre, Angie. Pero también tenía dos hijos con esa tía, uno con mi abuela —sí, su suegra—, y como seis más esparcidos entre las vecinas, huellas de un amor que nunca lo fue.
Angie tenía trece años cuando me dio a luz.
Una niña pariendo a otro niño, casi cuatro kilos de carne y futuro incierto. Fui grande, fuerte, un pequeño gigante que la destrozó desde dentro. Se desangró. Cuando llegó al hospital ya no quedaba casi nada por salvar.
Esa noche, el doctor Danilo Giuseppe estaba de guardia. No sé si fue Dios o el caos el que eligió ese turno para él, pero se convirtió en mi primer ángel. Hizo lo imposible. Se aferró a Angie como si su vida fuera la suya, y cuando ya no hubo latido, salió —con el alma hecha trizas—, para informar a la familia.
La noticia cayó como piedra.
Y la respuesta fue el silencio. Se marcharon. Sin reclamarme. Sin abrazarme. Sin preguntarse si alguna vez tendría hambre.
Me dejaron allí. Recién nacido, huérfano de todo. Pero el hospital… ese lugar de pasillos fríos y luces estériles, se convirtió en el primer sitio donde fui amado.
Las enfermeras me tejían mantas, los camilleros me traían muñecos improvisados con gasas y vendas. Cada turno parecía una fiesta. Todos querían cargarme, darme un nombre, protegerme. Y el doctor Giuseppe, más que todos, me buscó una familia. Llamó. Escribió. Rogó.
Cuando finalmente dio con los parientes, la respuesta fue cruel y clara:
—Déjenlo en un orfanato. No queremos saber nada de él.
Así, mi historia empezó con un no. No deseado. No reclamado. No esperado.
Pero también con un sí… sí al cariño improvisado, sí al amor que nace en quienes no te deben nada, sí a la posibilidad de hacerme dueño de mi vida, aunque me tocó empezarla sin nadie.
No era para menos. En ese momento vivían casi doce niños bajo el mismo techo que me habría recibido… si el doctor Giuseppe hubiese obedecido al mundo y no a su conciencia. Pero dejarme con mi “familia” habría sido un crimen silencioso. El hombre que me engendró ya acumulaba cerca de veinte hijos desperdigados por calles, camas y tragedias. Y entre ellos, también los nacidos de su “suegra”. Sí, de mi abuela. Un mapa de sangre sin lógica, sin ética, sin amor.
Los orfanatos tampoco prometían esperanza. En esa época sobrevivían apenas con lo justo, y lo justo no bastaba. Pero Giuseppe miró más allá de las reglas. Me tomó en brazos, junto con los pequeños obsequios que el personal del hospital me había dejado —ropita tejida, peluches improvisados, una sonaja con el nombre “Milagro”— y me llevó a su casa.
Ese gesto lo cambió todo. Y también lo complicó.
Porque allí, en ese hogar que no era mío, habitaba el corazón roto de una mujer que soñaba con ser madre. Marie, su esposa, llevaba años luchando contra la infertilidad. Habían gastado fortunas en tratamientos, viajes, esperanzas médicas… pero nada funcionaba. Su cuerpo no respondía. Y ella se negaba a adoptar. Parir era su único sueño. Lo demás le sabía a concesión. A fracaso.
El dolor había calado profundo en ese matrimonio. La depresión había convertido su risa en eco. Y ahora… aparecía yo. Un recién nacido, fruto del caos, entregado por el destino a un hogar que apenas sobrevivía al silencio.
No fui recibido con alfombra ni canciones. Fui un espejo incómodo. Un recordatorio constante de lo que no podían tener. Pero también fui otra cosa… una posibilidad. Al llegar a su hogar y mostrarle al recién nacido, ella estalló. Se sintió ofendida, menospreciada, insultada en lo más profundo. Sin decir palabra, corrió a encerrarse en su habitación, con la puerta como único escudo entre su deseo frustrado y la criatura que ahora amenazaba su mundo.
El doctor Giuseppe, entró a su oficina conmigo en brazos. Llamó a su abogado, buscando respuestas legales a un acto que ya no era racional, sino visceral. Pero antes de que lograra articular una frase completa… estallé.
Lloré con fuerza. Pateaba y gritaba como si el abandono se hubiese alojado en mis pulmones desde el nacimiento. Giuseppe pensó que estaba enfermo. Me revisó con precisión médica, auscultó, evaluó… sin considerar lo más obvio: hambre.
Y entonces, sin previo aviso, la puerta del pasillo fue azotada con violencia. Marie, la mujer que hasta hace minutos no podía soportar mi presencia, apareció como si algo hubiera despertado en su interior. Me arrebató de los brazos del doctor, y mientras me mecía con manos decididas, ordenó:
—¡Hierve agua, rápido!
Con movimientos firmes, casi automáticos, preparó el biberón como si lo hubiese hecho mil veces en sueños. Me dio de mamar, mirándome con una mezcla de incredulidad, ternura y algo más…
Desde ese día, fui un niño mimado. Criado como si hubiese nacido de ella. Y quizá, en cierta forma, lo fui.
Hasta que cumplí seis años, el mundo era un sitio amable. Mi casa olía a leche tibia, a mantas suaves y a caricias improvisadas. La escuela era un universo de crayones y meriendas compartidas. Nunca pensé que la ausencia de algo pudiera convertirte en menos que alguien.
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Editado: 24.07.2025