Camelia. Una Propuesta Indecorosa

PENSANDO EN TI

Camelia.

No sé cuánto lloré por él. Todo lo que había vivido era tan cruel, tan real… tan humano. Y me resultaba curioso cómo solemos quejarnos del trabajo, del techo, de la vida, ignorando las batallas invisibles que otros han librado para mantenerse en pie. Sonrisas relucientes adornan redes sociales y calles… pero nadie sabe cuántas grietas hay debajo del brillo.

Después de tanto dolor compartido, nos quedamos en silencio. Uno de esos silencios que no pesan, que arropan. Nos mirábamos sin decir nada. Una sonrisa débil cruzó su rostro… yo respondí con la mía.

Sentada a su lado, con la cabeza reposando sobre la sábana extendida, y observándolo respirar. Cada movimiento, cada latido, cada suspiro registrado por el “piii” del monitor, era para mí un verso que aprendía de memoria.

El ambiente estaba suspendido en calma: la luz blanquecina y suave se deslizaba por las paredes como si nos arrullara, un abrazo invisible que nos protegía del mundo.

El olor a desinfectante flotaba en el aire, pero sobre él… el aroma amaderado y cítrico de Adrien, tan resistente, como la memoria de quien ha amado y sangrado. Era un perfume que parecía brotar desde su piel, mezclado con la fragancia de lo vivido, del mar, del polvo, del dolor.

Y justo cuando el momento parecía eterno, un leve toque en la puerta nos sacudió. La puerta fue abierta sin esperar respuesta.

Alexander entró con varias bolsas y frascos llenos de comida. Moreno, impecable, vestido con la misma formalidad con la que lo conocí aquella infructuosa noche en busca de comida. Su saludo militar trazó una línea invisible entre el pasado y el presente. Y tras él… Estela.

Apenas entró, Estela corrió a abrazarme. Sus brazos me envolvieron con esa firmeza que sólo tienen quienes conocen nuestras grietas. Y al sentir cómo temblaba bajo su calor, no me soltó —al contrario—, me arrastró con ella por el pasillo, como si supiera que la urgencia no era médica… sino emocional.

Sus labios no cesaban.

Palabras dulces, torpes, veloces salían de su boca buscando aliviarme. Cuando encontró el baño, entramos juntas, y cerró la puerta como quien nos encierra del cual mundo exterior.

—¿Estás bien? Dios, qué pregunta tan estúpida… Estás hecha un desastre, ven conmigo —dijo con ese acento extranjero que siempre me había hecho sonreír. Nunca podría igualar la rapidez con la que ella podía hablar. Aunque hoy, era un bálsamo para mis oídos y mi corazón.

Y entonces, me rendí.

Me dejé abrazar. Y con ello, dejé salir todo. Las lágrimas que había retenido durante días, los temores, las memorias que aún dolían con solo rozarlas. Le conté todo, desde aquel primer encuentro con Adrien hasta las cicatrices que no sangran, pero se sienten.

Lloré tanto que creí desintegrarme. Como si mi cuerpo se volviera agua, nostalgia y temblor. Podría haberme deshidratado… pero lo curioso es que me sentía más viva que nunca. Lo que más me sorprendió… es que ella también lloró. ¿Tan profundo le había calado mi historia? ¿Tan real era lo que habíamos vivido?

Después, cuando las respiraciones volvieron a hacerse suaves, enjuagué mi rostro. La luz del baño era cálida, empañada por la humedad. Me miré al espejo.

Él estaba a salvo. Había esperanza.

Y yo… tenía una misión.

Animarlo.

Darle fuerza.

Recordarle que no era un diagnóstico, sino un milagro en movimiento.

Porque Adrien… viviría, de verdad. Esta vez no por sobrevivencia… sino por elección. Permití que Estela me maquillara. No demasiado, solo lo justo para borrar la tristeza y dibujar algo de luz sobre mis mejillas. Luego caminamos hacia la habitación.

Adrien y Alexander nos observaron con curiosidad. Habíamos tardado y cuando entramos, éramos otras: las mismas mujeres… pero con el dolor atenuado, la esperanza renovada y los ojos dispuestos a volver a mirar.

La charla fluyó como si ese hospital fuera una sala de café. Risas contenidas, bromas cruzadas. Y Adrien… reveló una faceta que nunca antes había visto. Sarcasmo ligero, ocurrencias brillantes, un humor ácido que no podía contener. Y Alexander, su blanco preferido. Era el último soltero del grupo, y Adrien no lo dejaba respirar sin una broma. ¿Significaba eso que nosotros…?

No hice la pregunta en voz alta. Pero me la hice. Y él… me miró como si supiera.

Comimos y al finalizar, el personal de limpieza entró. Recogieron todo, dejando detrás el aroma tibio de lo compartido. Y cuando se fueron… la puerta volvió a abrirse.

Esta vez no eran enfermeros. Ni médicos. Ni silencios nuevos.

Era un grupo de mariachis. En voz baja, como si la música también supiera que estaba en un hospital. Yo no podía creerlo. No por el gesto —hermoso, sí—, sino por la memoria.

Adrien… recordaba cada cosa que le había dicho que me gustaba. Cada detalle. Cada deseo disperso en una conversación casual.

Y entonces… cantaron Pensando en ti, de Mägo de Oz, ese grupo que adoro desde siempre. Mi corazón se apretó. No por la canción… sino porque él, él la había guardado en su alma. Y hoy me la entregaba en voz baja… como una promesa sin palabras.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.