Camelia. Una Propuesta Indecorosa

ESPERA POR MÍ, MI DULCE AMOR.

Adrien.

Había logrado sobrevivir a la cirugía, un primer paso en medio del laberinto de mi cardiopatía, que me arrojó a un abismo de incertidumbre y transformó mi existencia en una constante negociación con la fragilidad. Ahora, cada latido se convertía en un acto de fe, cada respiración en un susurro de esperanza. Debía recuperar fuerzas, reconstruirme desde el dolor, y volver… volver a ella.

A mi dulce Camelia.

Suspiré. Y ese suspiro no fue solo aire… fue una mezcla de anhelo, miedo y un murmullo invisible que se deslizaba por la habitación como un fantasma silencioso. La habitación, nívea y aséptica, parecía extenderse como un páramo. Todo lo humano se desdibujaba en medio de esos muros blancos. El único sonido constante provenía de las máquinas: el ritmo obstinado de los monitores cardíacos, el goteo intermitente del suero, como si fueran los latidos de un mundo artificial que sostenía mi existencia.

A mi izquierda, el leve ronquido de mi madre, hundida en el sofá, dormía con el cuerpo vencido por el agotamiento, pero aún envuelta en ese amor incondicional que no descansa ni ante la enfermedad. Su presencia, aunque silenciosa, era el único abrigo contra el vacío.

No me permitían usar el teléfono. Según el equipo médico, cualquier estímulo emocional podía alterar el progreso postoperatorio. Pero en esa privación, el silencio se volvía un grito. Desde que Camelia se fue, no supe más de ella. Mis padres decían que salió del país después de que fui ingresado a terapia intensiva. Una llamada, dijeron, una urgencia. Una decisión súbita. Y desde entonces, el mutismo. Ningún mensaje, ninguna palabra.

¿Se habría arrepentido de casarse conmigo?

La pregunta comenzó a tomar forma dentro de mí, como una espina bajo la piel. Todo ocurrió tan deprisa: Mi propuesta, su aceptación, el matrimonio... ¿Fue amor? ¿O fue miedo? ¿Compasión?

Tal vez me convertí en una sombra demasiado densa para su luz, un hombre desesperado por aferrarse al único faro que encontraba en medio de la tormenta. Pude haberle parecido un maniaco, un controlador o un dependiente emocional que quería atar su vida a la mía. O tal vez, simplemente lo pensó mejor y se dio cuenta de que no sentía amor.

Había atracción, eso sí…

Yo sí, la amaba con locura y el solo pensar en reencontrarme con ella, era ese impulso que me daba razones para mejorar y correr a su lado, de nuevo.

Aún podía recordar la textura de sus manos entre las mías, el modo en que me miraba cuando hablábamos del futuro… pero quizás ese futuro solo lo imaginé yo. Porque entre atracción y amor hay una distancia invisible que sólo el tiempo sabe revelar.

Mi corazón herido palpitaba al ritmo de la duda. Cada vez que cerraba los ojos, la figura de Camelia emergía en aquel jardín que solíamos imaginar juntos. Un paisaje secreto, donde las Camelias florecían con descaro y los árboles frutales susurraban promesas dulces al oído del viento. Ese jardín ya no vivía en la tierra, sino en la memoria: en la raíz silenciosa de mis recuerdos, que resistían como ecos en medio de la ausencia.

Aún conservaba intacta la imagen del primer día en que nuestras miradas se cruzaron, hace casi un año atrás, ella me brindó aquel gesto humano que me rescató del abismo emocional en el que me hallaba. Me oprimía el pecho pensar que nunca volvería a verla… ni contemplar el sonrojo que se esparcía tímido sobre su piel pálida como la porcelana. Esa mezcla de inocencia y dulzura tan suya, tan genuina, que parecía un milagro entre la rutina gris.

Dios mío… cuánto extrañaba escuchar su risa danzando por la casa que compartimos, su canto ligero que le devolvía alma a las paredes. Su compañía había sido mi medicina cuando ninguna otra surtió efecto.

Siempre supuse que no pertenecía a esa zona, ni siquiera cerca. Alexander, con sus pesquisas discretas, confirmó mis sospechas. Camelia era una viajera, un alma errante… una flor de otra latitud.

Y, aunque me abruma admitirlo, sentí vergüenza. No por verla, sino por mi reacción. Por lo que sentí entonces, por lo que creí sentir antes. Ella me había rescatado de un infierno emocional, con su ternura y su modo único de mirar. En ese momento, más que atracción, lo que despertaba en mí era la necesidad de protegerla, de agradecerle, de volverla a encontrar… no por deseo físico, sino por lealtad a lo que me hizo sentir cuando todo parecía perdido.

Quería verla una vez más. Solo una. Para honrar lo que representó: La luz en medio de mi enfermedad. El alivio en medio del duelo. El milagro en medio de la espera.

Y luego regresar a mi país, a mi cirugía y mi empresa. Si sobrevivía, seguiría dándolo todo… todo lo que aún creía posible.

Me esmeré, no solo por sanar, sino por reconstruirme para ella. Para cuando nos reencontrásemos, ser un hombre firme, estable, capaz de ofrecerle días de paz y risas, como una deuda silenciosa que pesaba más que cualquier cheque, más que cualquier joya… Quería retribuirle lo que me había dado: ternura cuando el mundo se volvió gélido.

Alexander me comentó lo cruel que fue su exnovio y yo quería que Camelia viviera un sueño envuelto en sol, no en hospitales. Por eso jamás imaginé que nos terminaríamos casando.

Pensé en vacaciones, en cielos amplios, en playas donde su risa pudiera flotar sin ataduras. Y después… tal vez la despedida.




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