Bajo la fría noche del invierno, permaneció recostada de un árbol intentando luchar por un momento más; aunque había derrotado a su oponente, las heridas que había recibido por parte de su adversario impedían su movimiento. Después de tanta sangre derramada, lo único que le quedó fue llorar, no por ella, sino por las personas que no logró salvar: niños, familiares, su pueblo masacrado y quemado hasta las cenizas. Aún podía recordar cada rostro agonizante en medio del caos, todavía escuchaba los gritos en su cabeza suplicando ayuda.
Myrella de Nakaat, niña de la promesa, la chica que fue criada para reinar no había logrado auxiliar lo que más amaba en este mundo. Una reina no había logrado permanecer su voto de protección y lealtad, todo por una simple palabra: amor.
Pronto alguien se aproximaba, el sonido captó inmediatamente su atención, haciendo contener poco a poco sus lamentos. Desde las sombras salió una figura que la estremeció en un instante. Myrella pudo ver su rostro una vez más, aquel que hacia latir su corazón con una locura inexplicable, y lo odiaba.
Odiaba el tener que mirarlo en sus últimos momentos, odiaba su corazón por amarlo; pero sobre todas las cosas, lo que más odiaba era su expresión de indiferencia.
Mientras se acercaba hacía ella, Myrella pudo darse cuenta de algo bastante peculiar, en su mano traía las flores que más le gustaban: nardos de agua. El muchacho frente a su amada se colocó de cuclillas para observarla mejor, detestando en su interior como unas simples facciones podían determinar el futuro de la nación que lo había visto crecer: Zafiros. Pensó en como nadie era lo suficientemente legítimo para gobernar porque un rey —al que nadie había visto— escribió una ley sin sentido.
—Pensé que había muerto —soltó el muchacho sin sentimiento alguno—, traía sus flores favoritas. Quizás al final tenga la oportunidad de verla irse.
Aunque su comentario fue ofensivo, Myrella no pudo evitar hacer una mueca como intento de sonrisa.
—¿Por qué? —hizo una pausa, tosiendo debido a la falta de aire—. ¿Por qué lo hiciste?
El muchacho se echó a reír a carcajadas.
—Cumplí su deseo, mi reina. ¿Por qué está tan sorprendida? —borrando su sonrisa lentamente, sus ojos se oscurecieron—. Usted quería dejar el trono, simplemente encontré una oportunidad para tomarlo. Pero si continuaban viniendo niños como usted a este mundo, mi reinado no podría permanecer. Ya no más leyes de reyes inexistentes, no más cabecitas blancas caminando por allí
—S-Siempre nacerá otro, es el orden establecido.
—Entonces lo mataré con mis propias manos —lanzando un suspiro, el muchacho se acercó lentamente hasta su oído para susurrarle: —Si tan solo hubieras obedecido a ese Rey del que tanto hablas, nada de esto hubiera pasado.
Con un nudo en la garganta, Myrella se mantuvo en silencio durante un momento porque tenía razón. Si tan solo no se hubiera dejado llevar por sus sentimientos nadie hubiera resultado herido, personas inocentes estuvieran riendo junto a sus familias, y el mundo seguiría en su curso normal. Si tan solo no hubiera sido tan egoísta, su pueblo no sufriría a causa suya. Pero ya era demasiado tarde para lamentarse, pues nada de lo que ella hiciera devolvería la vida de cada uno de ellos.
A medida que sus sollozos ocasionaban dolor sobre sus heridas de batalla, el muchacho acarició sus mejillas para limpiar cada una de sus lágrimas. En sus últimos instantes de vida, Myrella pedía perdón en lo más íntimo de su corazón al Rey del Todo.
Demasiado indigna. Demasiado sucia. Demasiado débil.
En medio de un bosque invernal, una joven reina se desangraba poco a poco al lado del hombre que una vez amó, pero que también la traicionó y ese simple pensamiento la consumía. Finalmente el muchacho soltó sus últimas palabras junto a una sonrisa siniestra:
—Larga vida a mi reina.