Cantando a las estrellas

30 Empezar a vivir 

Dahlia

El cielo llevaba nublado todo el día. Las nubes de un grisáceo hacían un buen trabajo cubriendo el azul. Sin embargo no hacía tanto frío como normalmente. Parecía que iba a llover.

Caminé hacía casa después de mi turno mientras el viento me daba en la cara, al menos despejaba mis pensamientos.

Hay una especie de calma extraña en el otoño.

Caminar entre árboles teñidos de naranja y cobre, ver cómo las hojas se sueltan una a una, como si no les costara desprenderse, como si entendieran que perder también forma parte del ciclo… tiene algo hipnótico. Algo que tranquiliza.

A veces me da por pensar que las personas no somos tan distintas a las estaciones.

En verano todo parece brillar. Nos sentimos invencibles, como si nada pudiera rompernos.

Hay luz, hay risa, hay calor.

Todo encaja.

Pero luego llega el otoño, y sin darte cuenta, empiezas a caer. Como las hojas.

Pierdes cosas. A veces a personas. A veces incluso a ti misma.

Y de pronto estás en invierno. En esa versión de ti que no reconoce el espejo, que se apaga y sobrevive a base de recuerdos.

Hasta que, con suerte, llega la primavera.

Y renaces.

No como antes. No igual. Pero con raíces más fuertes.

Y entonces vuelves a florecer. A brillar. A ser tú de nuevo.

Y así, una y otra vez.

Me pregunté cuándo llegaría mi turno de volver a estar en primavera otra vez.

Al llegar a casa me tiré a la cama, mala idea. Todavía sentía la presencia de Alan ahí. Tenía que hablar con él. Eso lo sabía, pero no era tan sencillo.

Ví por la ventana que había empezado a llover.

Escuchaba las gotas caer, sin prisa pero sin pausa.

Hay días en los que me cuesta hasta respirar sin que algo duela. No hay razón exacta, solo... un peso que se me cuelga del pecho y no me deja.

No fue uno de esos días por suerte. Era un día extraño. Las últimas horas habían sido tan caóticas que ahora solo sentía calma. Y las ganas de no hacer absolutamente nada. Simplemente quedarme ahí, tumbada en la cama, y descansar. Había dormido fatal, aunque eso ya era una costumbre.

Como necesitaba unas buenas horas de sueño.

De repente me sonó el móvil. Habían subido la lista.

No pude evitar sentir una ola de satisfacción al ver confirmar del todo que Craig no había entrado. Por fin le había llegado el karma.

Me habían cogido.

Me habían cogido. A mí.

Me habían cogido. Todavía no terminaba de creérmelo.

Me habían cogido. Y supe que tenía que ir a contárselo como es debido.

Un trueno resonó desde fuera y con toda mi fuerza de voluntad me levanté de la cama.

Mientras esperaba a que dejase de llover comí en silencio, escuchando simplemente la lluvia con la ventana abierta e ignorando a los pensamientos que rondaban mi cabeza.

Decidí volver a ver el video que Alan descubrió hace unos días. De verdad que pensaba que lo había borrado. Pero el hecho de que no lo hubiese hecho me dio alivio de cierta forma. A la gente verdaderamente le gustaba. Quién lo diría.

Acabé saliendo a esperar el autobús, el asfalto estaba mojado aún y la presencia de la lluvia seguía ahí. Me encantaba ese olor. Descubrí que se llamaba petricor.

Me senté en el banco de la parada, con la capucha echada hacia atrás, dejando que el viento fresco me acariciara la cara.

Me abracé a mí misma para protegerme de la temperatura de noviembre.

Me habían cogido.

Y no podía evitar volver a repetirlo en mi cabeza como si en algún momento fuera a desvanecerse. Como si no terminase de creérmelo del todo. Era lo único que me anclaba ese día.

Todo estaba cambiando demasiado rápido para mi gusto, pero por fin algo bueno me dió cierto sentimiento de valentía.

Cuando llegó el bus me levanté sin pensar demasiado. Como si mis piernas supieran el camino antes que mi cabeza. Subí los escalones y me senté cerca de la ventana, apoyando la frente en el cristal frío.

Al llegar a mi destino, el aire olía a tierra mojada y a hojas en descomposición. Todo seguía más o menos igual que la última vez que vine. Aunque algunas flores estaban secas y otras parecían recién dejadas. Había pasado el tiempo, pero no demasiado. Lo suficiente como para que algo cambiara sin que nada lo hiciera del todo.

El suelo estaba húmedo, blando bajo mis zapatillas. Las suelas se pegaban un poco a la tierra al caminar, y cada paso hacía un sonido leve, apagado. Caminé despacio, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, mirando al frente, evitando conscientemente los nombres ajenos que se alineaban a cada lado del camino.

No había nadie más. Solo yo y los árboles que rodeaban el lugar. Todo estaba tranquilo. Ni siquiera se escuchaban coches a lo lejos. Solo el viento arrastrando las hojas por el suelo, y alguna rama que crujía de vez en cuando como si protestara por estar ahí.

Me detuve delante de ella.

De su nombre.

Su tumba.

La leí una vez más, como si no me la supiera de memoria.

Y por un segundo, se me hizo un nudo en la garganta.

Me agaché despacio y me senté en cuclillas frente a la lápida. Pasé la mano por encima para quitar unas hojas que se habían acumulado, sin prisa, como si limpiar su nombre con cuidado fuese la única forma de no romperme del todo.

—Hola, mamá —susurré, y me sorprendí al oír mi propia voz. Llevaba días sin decirlo en alto.

Me quedé un segundo en silencio. No sabía por dónde empezar. Había tantas cosas que decir que se me apelotonaban en la garganta y no me dejaban hablar.

—Han pasado muchas cosas… —dije al fin, con la vista clavada en el mármol—. Me han cogido. Para las audiciones. Las de verdad. Las importantes. Ya sabes. Las que tú siempre decías que algún día me llamarían.

Apreté los labios para contener un temblor.

—Y sé que me habría dado miedo antes. Sé que si estuvieras aquí me habría escondido detrás de cualquier excusa, como siempre. Pero esta vez… Esta vez he decidido no huir. No sé por qué. Bueno, sí lo sé. Porque tú estarías orgullosa. Porque tú no me dejabas rendirme. Y porque tú me creíste antes que nadie.



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En el texto hay: drama, amor, casualidad

Editado: 14.06.2025

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