Me mudé buscando paz. Encontré un posible asesino en el balcón de enfrente.
Todo empezó un lunes. Porque, claro, las cosas extrañas no se manifiestan un viernes, cuando una ya tiene el corazón endurecido de toda la semana. No. El universo prefiere los lunes: ese día inocente donde todo parece empezar limpio, y, sin embargo, lo inesperado ya te acecha detrás de la puerta con un moño invisible.
Después de arrastrar diecinueve cajas con libros —todos absolutamente necesarios, aunque no los hubiera leído desde que me puse brackets en la secundaria— y una caja emocional invisible que contenía: ansiedad, autoengaño y café soluble vencido, por fin me instalé en mi nuevo apartamento.
Cuarto piso. Edificio Hidalgo. Vista modesta a la calle, paredes que aún olían a humedad con ambiciones de vainilla, y un portero llamado Rubén, que parecía haber sido moldeado por la vida para trabajar en películas mudas: no hablaba, pero lo decía todo con una ceja levantada.
—¿Y tú estás segura de que esto no es un set de película de terror? —me preguntó Cata mientras arrastraba una planta en maceta que claramente no sobreviviría ni tres días en manos mías.
—Tranquila. El portero apenas me miró. No puede ser tan raro.
—Sofía, eso es exactamente lo que dirías antes de desaparecer misteriosamente y terminar convertida en meme de “última vez vista con vida”.
—Exageras.
—No. Lo que pasa es que tú te niegas a creer en el instinto asesino que tienen algunos edificios antiguos. Esta estructura grita: aquí alguien desapareció en los años 70 y nadie hizo preguntas.
Cata, mi mejor amiga, catadora oficial de teorías conspirativas y profesional en dramatismo. Desde que compartimos un paraguas roto en la universidad y sobrevivimos a un profesor de sociología con halitosis letal, nuestra amistad se forjó en sarcasmo y solidaridad. Si alguien debía acompañarme en la mudanza, con comentarios alarmistas y galletas en la mochila, era ella.
Mientras ella inspeccionaba el baño murmurando cosas como “esto claramente fue una celda en 1982”, yo me escapé al balcón, mi nuevo lugar favorito. O eso creí.
Y ahí fue cuando lo vi.
Él.
El vecino del balcón de enfrente. Piso B. Sin camisa. Delantal ajustado. Cantando algo que parecía “Despacito”, pero en tono lírico. Con una cuchara de madera como micrófono, moviéndose como si protagonizara un musical privado de repostería y autoexpresión.
—Dime que estoy alucinando —murmuré.
Simón, mi gato, asomó la cabeza por la cortina y, con su cara de superioridad felina, pareció decir: “Tú te metiste en esto, yo solo vine por las croquetas.”
El vecino me miró. Sonrió. Y como si eso no fuera ya suficiente rareza para un lunes a las once de la mañana, me gritó:
—¿Quieres pastel?
Parpadeé.
—¿Perdón?
—¡Pastel! ¡Estoy probando una receta nueva! ¿Zanahoria o chocolate con calabacín?
¿Chocolate con calabacín?
Ese hombre claramente era un sociópata gourmet.
—No acepto comida de extraños —dije, intentando sonar sería y no como alguien que estaba analizando si el calabacín podía pasar por ingrediente romántico.
—¿Y si me presento? Soy Julián. Ya no soy un extraño. Solo un vecino misterioso y potencialmente encantador.
Mi cerebro, que ya estaba al 70% de su capacidad con la mudanza, simplemente se apagó por dos segundos. Mi boca, en cambio, decidió improvisar:
—¿Y calabacín por qué?
—Lo mantiene húmedo. En el buen sentido —dijo, guiñando un ojo.
Cerré la cortina de golpe como si eso pudiera borrar la escena de mi mente.
Esa noche, después de que Cata se fuera con la promesa de “si desapareces, reviso el congelador del vecino sexy primero”, me quedé sola con Simón, mi eterno compañero de sarcasmo y siestas ininterrumpidas.
Me preparé una sopa instantánea —porque no estaba emocionalmente lista para desenterrar ollas— y me dejé caer en el sofá. Simón trepó hasta mi regazo y se acomodó con un bufido digno de alguien que paga alquiler.
Estaba a punto de encender una serie que había dejado pausada desde 2020 cuando algo captó mi atención en el balcón de enfrente.
Las luces estaban apagadas.
Pero vi una figura.
No. Dos.
Una se movía.
La otra... no.
Mi cuerpo se tensó.
Y luego lo vi. Un bulto. Grande. Envuelto.
Arrastrado hacia adentro.
Puerta cerrada.
Oscuridad.
Me quedé petrificada con la cuchara a medio camino de la boca. Simón levantó la cabeza como diciendo: “¿Qué acabamos de ver?”
Mi primera reacción no fue lógica. Fue emocional.
Escribí a Cata.
Sofía:
Cata. Posible asesinato en edificio. Sospechoso canta ópera. ¿Llamo a la policía o me convierto en su cómplice sexy?
Su respuesta llegó en segundos. Lo cual dice mucho de su disponibilidad y poco de su agenda.
Cata:
¿Cantaba en falsete o tipo barítono asesino?
Sofía:
Pavarotti de repostería. Nivel: se tomaría en serio un duelo de crema chantilly.
Cata:
Entonces no llames a la policía. Ve con vestido negro y ofrece ayuda.
Si es inocente: ligas.
Si es culpable: te haces famosa en Netflix. Win-win.
Sofía:
Esto es exactamente por lo que Simón no te respeta.
Cata:
Simón cree que el tarot lo protege. No me afecta.
Solté el móvil y suspiré. No sabía si estaba viviendo el comienzo de un crimen, una historia de amor… o el episodio piloto de un show con presupuesto bajo pero mucho drama.
A la mañana siguiente, salí al balcón con una taza de té. Miré, solo por curiosidad (mentira, estaba desesperada). Y allí estaba él. Julián. Como si nada. Con su taza. Su sonrisa. Y cero señales de que la noche anterior podría haber cometido un delito.