Caos de Sofía

Capítulo 2: El cadáver era una alfombra (¿o no?)

Algunas personas hornean para relajarse.
Otras esconden cuerpos envueltos en alfombras.
Mi vecino hace ambas cosas.

—¿Estás diciendo que viste un cadáver? —preguntó Cata al día siguiente por videollamada, mientras se aplicaba una mascarilla negra que la hacía parecer una mezcla entre Batman y una aceituna nerviosa.

—No vi un cadáver —aclaré, subiéndome las gafas de descanso mientras intentaba hacer equilibrio con el portátil sobre las piernas—. Vi algo. Un bulto. Grande. Envuelto. Y lo arrastraba como quien arrastra... bueno, un cadáver. O una alfombra muy sospechosa. ¿Qué otra cosa arrastrarías en la oscuridad, a esa hora de la noche, con tanta discreción?

—¿Estás segura de que no era una alfombra?

—No. Pero tenía forma de persona. O de oso polar. Pero seamos honestas, el cuarto B no parece un lugar donde alguien tenga osos polares como decoración. A menos que estén disecados, y no me da ese tipo de vibra. Me da más... “estoy ocultando secretos y cocino con ingredientes raros”.

Cata soltó un resoplido y se quitó con cuidado la mascarilla con un sonido que, sinceramente, me dio escalofríos en la columna. No sé cómo ese ritual puede considerarse relajante.

—Tampoco parece un lugar donde la gente cocine pastel de calabacín en delantal sin camisa —añadió ella, haciendo una mueca de “aquí huele raro”.

—Ese es exactamente mi punto, Cata. Nadie cocina calabacín felizmente a pecho descubierto después de enterrar un cadáver. O... ¿sí?

Suspiré y me dejé caer contra el respaldo del sofá, con Simón enroscado en el cojín al lado, completamente indiferente a mi crisis emocional. Me sentía como una versión low-cost de una detective de telenovela: sin placa, sin intuición real, y con una bolsa de agua caliente en el abdomen porque, para colmo, me había bajado el periodo. Genial. Como si el misterio del cadáver-alfombra no fuera suficiente, ahora mi útero decidía unirse al drama general.

—Sofía, escucha —dijo Cata, ya libre de mascarilla, con la piel brillante como si fuera una influencer vegana recién iluminada por el universo—. Solo tienes tres opciones. Uno: lo ignoras. Dos: lo denuncias. Tres: te infiltras en su vida, descubres la verdad, y si no hay cadáver, te lo ligas.

—¿Tú ves muchas series, verdad?

—Demasiadas. Pero eso no significa que no tenga razón.

Me quedé mirando la pantalla. En parte porque la luz del portátil era lo único que me hacía parecer medio viva. En parte porque Cata, en su locura, siempre tiene un punto.

Esa tarde, decidí salir. A caminar. A despejar la mente. A fingir que no estaba dedicando cada minuto de mi existencia a analizar si el vecino de enfrente había cometido homicidio o solo sufría de tendencias decorativas extrañas. Me di una vuelta por la manzana, compré una botella de agua que no necesitaba solo para evitar volver tan pronto, y me forcé a no mirar el balcón del piso B. Casi lo logré.

Pero al regresar, como en una de esas películas en las que el destino no te da respiro, me lo encontré.
A él.
En el pasillo.

Julián.
De frente.
Sudado, con una camiseta vieja medio levantada y una caja entre los brazos.
Tenía cara de quien acababa de correr una maratón o escapar de un crimen mal planeado.

—¿Sofía, verdad? —preguntó, con una sonrisa entre amable y agotada.

Tragué saliva. No estaba lista. Nadie lo está. No hay entrenamiento emocional para tener una conversación con un presunto asesino que parece modelo de propaganda de harina orgánica.

—Sí… digo, sí. Soy yo.

—¿Podrías ayudarme con esta caja? Es para la asociación del edificio. Libros para donar. Aunque ya empiezo a sospechar que nadie lee en este lugar.

—Claro —respondí, en automático. ¿Qué clase de detective ayuda al sospechoso con una caja? ¿Dónde está mi sentido común cuando lo necesito?

Tomé la caja. Esperaba que pesara como el karma, pero era sorprendentemente ligera. Sospechoso. Muy sospechoso.

¿Libros? ¿O partes del plan para su próxima víctima?

—¿Qué tipo de libros donas? —pregunté casual, como si no estuviera construyendo un perfil criminal mentalmente.

—Thrillers. Misterio. Policíacos. Lo típico.

—Muy… en personaje —murmuré.

—¿Perdón?

—Nada, nada. Solo digo que… te pega el género. Misterioso, oscuro, con mirada de “sé cosas que tú no sabes”.

Él rió. Esa risa grave, como si tuviera un secreto en la garganta. Me incomodó y me encantó al mismo tiempo.

—¿Eso es bueno o malo?

—No lo he decidido todavía.

Caminamos hacia la sala común del edificio. Era una sala pequeña, rectangular, con olor a filtro viejo de café y una decoración que gritaba “me rendí en el intento”. Un dispensador de agua roto se erguía en la esquina como una estatua inútil. Había un cartel torcido en la pared que decía “Prohibido mascotas. Excepto el gato del conserje”.

—¿Y qué te trajo aquí? —preguntó Julián mientras dejaba la caja sobre la mesa, con cuidado.

—Una necesidad urgente de escapar de mi anterior vida —dije, con la sinceridad filtrada que uno reserva para los extraños atractivos y peligrosamente carismáticos.

—Una necesidad urgente de escapar de mi anterior ex —respondió él, sin dudar.

Intercambiamos miradas.
Un segundo.
Dos.
Silencio.

De ese incómodo. De ese que huele a pasado mal cerrado con cinta de embalar.

—Bueno —dije al fin, rompiendo la tensión como quien rompe una vajilla de herencia familiar—. ¿Y qué hacías anoche a las diez? Te vi en tu balcón con... algo.

—¿Espías a tus vecinos, Sofía?

Me puse roja. Nivel tomate. O como una paella mal hecha. O ambas.

—No espío. Observo. Es distinto. Y tú eras... llamativo. ¿Qué esperas, con delantal, cuchara y música de ópera?

Él se encogió de hombros, divertido.

—Era una alfombra.



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En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 13.04.2025

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