Caos de Sofía

Capítulo 3: Té, tensión y teorías ridículas

Nota mental: si un vecino misterioso acepta tomar té contigo y, justo después, aparece una carta anónima advirtiéndote sobre él… definitivamente estás viviendo en una novela. Y probablemente no de las románticas. Más bien del tipo que termina en el top 10 de “documentales criminales”.

—¿Te gusta el té de canela con cardamomo? —pregunté mientras revolvía la infusión con una cucharita en forma de gato. No porque fuera una gran fanática de los gatos (bueno, sí, un poco), sino porque era la única cuchara limpia que me quedaba. Mis prioridades domésticas se encontraban en estado crítico.

Julián me observó desde la puerta de la cocina, apoyado con una naturalidad que irritaba lo justo. Llevaba el cabello ligeramente húmedo por la llovizna intermitente, y esa expresión de “no tengo prisa, pero sé algo que tú no sabes” que lo hacía parecer salido de una serie británica con presupuesto y buenos diálogos.

—¿Tengo cara de alguien que toma té de canela con cardamomo? —preguntó, alzando una ceja.

—Tienes cara de alguien que ha probado cosas más raras.

—Eso es verdad. Una vez me invitaron a un batido de kale con chía y picante. Casi veo el túnel blanco. Con luz y todo.

Reí.
Maldita sea, reí.
Mi sentido común me gritaba desde el rincón más oscuro de mi cerebro: “¿¡No que este hombre era sospechoso!?”. Pero mi sentido del humor ya le había hecho lugar en el sofá. Con mantita y todo.

Mi departamento, que no destacaba por la elegancia, tenía su propia personalidad: ilustraciones en todas las paredes, plantas con nombres propios —la suculenta se llamaba Ramona, el cactus se llamaba Ernesto y estaba en proceso de duelo por su última espina caída—, y un sofá que chirriaba con cada movimiento como si me reprochara mis elecciones de vida.

—¿Así que dibujas monstruos tristes y chicas con alas? —comentó Julián, deteniéndose frente a un póster con una de mis ilustraciones favoritas.

—Ilustro emociones —corregí, fingiendo orgullo artístico mientras le pasaba la taza humeante—. Y ese monstruo no está triste. Está… melancólico.

—Ah, claro. Todo el mundo sabe que hay una diferencia fundamental entre estar triste… y estar melancólico con tentáculos.

—Exactamente.

Ambos reímos. Al mismo tiempo.
Fue un momento agradable. Demasiado agradable. Como para no sospechar que algo iba a salir mal en los próximos segundos.

Y, como era de esperarse, la realidad decidió interrumpir justo cuando empezaba a relajarme.

—¡Tocaron el timbre! —dije, sobresaltada, dejando la cucharita gato tambaleando al borde de la taza.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Julián, frunciendo el ceño.

—No. ¿Tú?

—No vivo aquí —contestó, divertido.

Fui a la puerta. Asomé con precaución. El pasillo estaba vacío.
Cero sombras. Cero ruidos. Solo una corriente de aire y un sobre blanco, perfectamente colocado sobre el felpudo.

Me agaché. Lo tomé con cuidado, como si fuera una granada con retraso. No tenía remitente, ni estampilla, ni decoración. Solo mi nombre, escrito con tinta negra. La letra era demasiado recta, perfecta… sospechosamente sin alma.

Lo abrí.
Una sola hoja.
Escrito a mano.
Corto. Preciso. Frío.
Letra de psicópata con buena motricidad fina.

"Tú no sabes quién vive al lado tuyo."

Tragué saliva.

—¿Todo bien? —preguntó Julián desde la cocina, sin levantar la voz, pero con un tono que sugería alerta.

—Sí… solo… publi…cidad. De la rara —mentí.
Pésimamente.
Ni siquiera Simón me hubiera creído.

Me escabullí al baño como si escapara de un atraco emocional. Cerré la puerta con seguro y, con las manos aún temblando, marqué el número de Cata.

—¿Qué clase de capítulo de Scooby-Doo estoy viviendo? —disparé en cuanto respondió.

—¿Te drogaste?

—No. Peor. Recibí una carta. Anónima. Dice: “Tú no sabes quién vive al lado tuyo”. Justo ahora. ¡Mientras Julián está en mi cocina tomando té!

Hubo un segundo de silencio.
Y luego un grito que me perforó el oído:

—¡¡¡AYYY, BASTA, ESTO ES ORO!!! ¡Esto es mejor que lo de la vecina de los tuppers en llamas! ¿Estás segura de que no es parte de una broma? ¿No tienes algún admirador oculto que escribe misterios por hobby?

—No hay cámaras en el pasillo. Y el sobre estaba ahí. Alguien lo dejó.
¿Y si Julián no es quien dice ser?

—¿Y si es el bueno de la historia y tú eres la protagonista paranoica que arruina el romance por sospechar demasiado?

—¿O al revés? —susurré.

—Sofía, respira. Escucha tu instinto. Y por favor, no mueras. Quiero saber cómo termina esto.

Volví al salón.
Julián estaba en el sofá.
Acariciando a Simón.
Y Simón no lo odiaba.
Es más, parecía… relajado.

Simón, el gato que rechaza la presencia humana excepto cuando hay atún de por medio.
Eso sí era perturbador.

—Simón te tolera. Es más de lo que puedo decir de mi madre —dije, intentando sonar casual mientras me dejaba caer a su lado.

—No sé si eso me convierte en alguien de fiar… o en el diablo disfrazado de barista —bromeó.

—Barista asesino. Candidato a telenovela.

—Título fuerte. Potencial de cinco temporadas.

Nos reímos. Otra vez.
Pero el silencio que le siguió no fue incómodo.
Fue cargado. Con algo indefinido. Entre tensión y curiosidad.

—¿Alguna vez… has tenido que ocultar algo? —pregunté, con cuidado. Casi como si lanzara una red invisible al agua y esperara no atrapar nada peligroso.

—¿Quién no? Todos tenemos un pasado.
Algunos tenemos incluso dos… o tres.

—¿Y tú cuántos tienes?

Me miró. Sonrió.
Pero su sonrisa fue distinta.
Más lenta. Más triste. Como una puerta entreabierta a algo que aún dolía.

—Depende de a quién le preguntes.



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En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 06.05.2025

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