Desde la perspectiva de Julián
Voy a decir algo que jamás pensé en mi vida: vivir frente a una ilustradora freelance emocionalmente inestable es una experiencia religiosa.
Lo supe desde el primer día. Cuando la vi en el balcón, con el cabello revuelto, hablando sola mientras regaba una planta de plástico, supe que mi vida dejaría de ser tranquila. Y no me equivoqué. Solo que subestimé la intensidad.
Hoy fue el día en que todo se me fue de las manos. Otra vez.
Empezó con un silencio sospechoso. Lo sé porque el edificio suele ser un festival de puertas que chirrían, vecinos que arrastran sillas y una señora del quinto que grita por teléfono como si estuviera en un episodio de “Crímenes sin Resolver”. Pero hoy... silencio. Hasta que llegaron los gritos.
—¡¿Tú qué haces aquí?!
—¡¡Perdona!!
—¡Yo no tengo que explicarte nada!
—¡Te estás metiendo donde nadie te llamó!
Eso fue lo que escuché al abrir la puerta para sacar la basura. Y allí estaban: Sofía, con su pijama de ositos aplastados y cara de “voy a comerte viva”, y Ana, mi prima, con su habitual expresión de “no sé por qué la gente reacciona así conmigo si solo soy encantadora”.
Yo las conozco a las dos.
Una es fuego.
La otra es dinamita envuelta en perfume caro.
Mi primer instinto fue cerrarme de nuevo en el departamento y fingir que no había visto nada. Pero la cordura me duró tres segundos.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —pregunté, con una voz más ronca de lo normal. En realidad, no dormí bien porque mi gato decidió que mis costillas eran su nuevo parque de diversiones.
—¡Tu amiga me está acosando! —gritó Sofía.
—¡Tu vecina me está atacando sin razón! —gritó Ana.
—¡Sofía, cásate conmigo! —gritó un tercero, desde la calle.
Yo. Me. Congelé.
Me asomé al pasillo. Abajo, frente al edificio, con una flor plástica en la mano y un altavoz colgando del cuello, estaba ese. El cliente de Sofía. El... Manuel.
—Sofíaaaa... —entonó con la entonación de una licuadora rota— mi corazón hace boom boom como un tambor...
Tuve que cerrar la puerta antes de hacer algo que lamentaría. Como tirarme del segundo piso o lanzarle a Manuel mi cafetera.
Volví al sofá, me tapé la cabeza con una manta y conté hasta diez. O hasta cien. A la décima vez que Sofía gritó “¡Tú no sabes lo que es amar de verdad!” me rendí. Esta gente necesita terapia. Y yo también.
Un par de horas más tarde, Sofía llamó a mi puerta. No sabía si venía a pedirme disculpas, a devolverme algo, o a insultarme en otro idioma que había aprendido solo para la ocasión.
La vi nerviosa. Jugando con la manga del suéter. Mirando al suelo. Como si de verdad no supiera qué hacer con todo lo que estaba sintiendo. Y eso me mató un poco por dentro, no lo voy a negar.
—¿Quieres café? ¿Té? ¿Una manta para cubrirte de tu propio desastre? —le pregunté, intentando romper el hielo.
Ella aceptó café. Fuerte. Oscuro. Y con sarcasmo extra. Perfecto.
Se sentó en mi sofá como si estuviera a punto de declarar ante un jurado. Y luego... pasó. Me miró con esos ojos marrones gigantes y me soltó, casi sin aire:
—La mujer del otro día... la del café… ¿quién es?
La miré por unos segundos. Podría haber seguido el juego. Podría haberla dejado morderse las uñas. Pero no. Ya había sufrido bastante.
—Mi prima —dije, simplemente.
...
...
Silencio. Ese silencio que dura siglos aunque solo pasen segundos. La vi procesarlo. Ver cómo sus ojos se agrandaban. Cómo su boca se entreabría y luego se cerraba de golpe. Cómo se ponía roja. Roja nivel “tomate con vergüenza ajena”.
—¿¿PRIMA?? —soltó, como si yo acabara de revelarle que también era astronauta.
Asentí, conteniendo la risa.
—¿Nunca lo mencioné?
—¡NO!
Y ahí empezó el colapso. Caminó de un lado a otro, se llevó las manos al rostro, murmuró cosas como “pantuflas asesinas” y “me peleé con tu sangre”. Yo solo me senté a observar. Como quien mira un documental de animales salvajes: no interfieres, solo disfrutas.
La mejor parte vino cuando casi tropieza con mi alfombra.
—No puedo quedarme aquí —dijo.
—Sofía...
—No puedo. Me voy. Me siento como una influencer sin contenido: vacía y ridícula.
—¿Y crees que huir lo va a arreglar?
—Sí. ¿No es eso lo que hace la gente emocionalmente bloqueada? ¡Corre!
La detuve. No físicamente. Solo le hablé. Suave. Con la voz que uso cuando intento calmar a mi gato después de que se cae del mueble.
—No me burlo de ti. Me gustas. Incluso cuando estás loca. Especialmente cuando estás loca.
Eso la detuvo. Y luego pasó algo que no había planeado.
Nos acercamos. Y por un momento, estuve seguro de que la iba a besar.
Estaba ahí. A centímetros. Su respiración rozando la mía. Los ojos fijos. El momento perfecto.
Pero no. Por supuesto que no.
—¡NO PUEDO! —gritó, y dio un salto como si hubiera visto un ratón con cuchillo.
Se alejó. Agarró su bolso como si contuviera secretos de Estado. Balbuceó algo sobre el pan de ajo, la cuchara gigante, y traumas no resueltos.
—¡Sofía...! —intenté llamarla.
—¡Te gusto, tú me gustas, pero soy un desastre con patas!
—Me encantan los desastres —le dije—. Soy coleccionista.
Y entonces... se fue. Corriendo. Literalmente. Solo quedó el olor de su perfume y una barra de cereal medio aplastada en el sillón.
Me quedé allí, en silencio.
Hasta que...
—🎵 Soooofíaaaaaa... mi pan de ajoooo... 🎵
Bajé la cabeza. Respire hondo.
Necesito una alarma vecinal que se active cuando Manuel cruce la calle. O un lanzallamas. Cualquiera de las dos.
Después de que Sofía huyó como si tuviera a Hacienda pisándole los talones, me quedé parado en medio del departamento, mirando la puerta cerrada.