Todo iba relativamente tranquilo esa mañana. Y cuando digo “tranquilo”, me refiero a que no tenía planes de pelearme con nadie, ni de recibir serenatas con cucharas, ni de tener conversaciones internas sobre si debía o no enviarle un meme a Julián para reanudar contacto.
El sol apenas se filtraba por la ventana de la cocina mientras yo me movía de un lado a otro, arrastrando las pantuflas como si fuera un fantasma. Tenía esa clase de día en el que todo parece más lento de lo normal, como si el universo me estuviera dando una tregua para relajarme… o al menos eso creía. Estaba en la cocina, en pijama (por supuesto), comiéndome el último trozo de tarta de manzana con la falsa promesa de que “después empiezo dieta”, cuando sonó el timbre.
Un timbre largo. Insistente.
De esos que anuncian no solo la llegada de alguien, sino el fin de tu paz mental.
Me congelé por un momento, dejando el tenedor en el aire. La punta seguía rozando la tarta como si dudara entre seguir comiendo o enfrentar lo que fuera que estuviera del otro lado de la puerta. Mi mente, fiel a su costumbre, se apresuró a sacar conclusiones precipitadas: ¿Julián? ¿Un repartidor? ¿Manuel con otra de sus ideas extravagantes? La lista de posibilidades no era precisamente alentadora.
—¿Quién demonios…? —murmuré mientras dejaba el tenedor sobre el plato con algo de resignación. Sin dejar de pensar en lo incómodo que sería abrirle la puerta a alguien en mi estado de “pijama y cara de haber dormido cinco minutos”, caminé hacia la entrada.
Miré por la mirilla. Parpadeé.
No.
No podía ser.
Me froté los ojos como si fueran una bola de cristal mal calibrada, intentando que la imagen frente a mí desapareciera. Pero no. Ahí seguía. Tan real como mi pijama de ositos.
Era mi madre.
Con una maleta.
Y una sonrisa de “te pillé en la mentira, querida”.
—¡Sorpresa! —dijo en cuanto abrí la puerta, con un tono tan alegre que casi olvidé respirar.
—¡¿Qué haces aquí?! —grité yo, tan genuinamente que casi parecía que me hubiera olvidado que venía del mismo útero.
—¿Así saludas a tu madre después de seis meses sin verme? —puso cara de mártir, y no pude evitar pensar en lo bien que manejaba ese papel.
—Perdón, perdón, es que… —mi mente buscaba excusas mientras mi cuerpo estaba en modo “¡EMERGENCIA! ¡OCULTA TODA EVIDENCIA DE VIDA DE SOLTERA!”
Pero mi madre no se quedó parada esperando. Dio un paso al frente como si tuviera una cita con el destino (o con la verdad, que en su caso es casi lo mismo). Su mirada, como un radar, escaneó mi apartamento en cuestión de segundos. Sus ojos brillaban con esa mezcla de curiosidad y juicio maternal que puede hacerte sentir como si estuvieras frente a un tribunal.
—¿Estás sola? —preguntó, mirando detrás de mí con descaro—. ¿O está tu novio cocinando como dijiste en el mensaje?
...
Mierda.
Había olvidado por completo que hace unas semanas, en un intento desesperado por que dejara de preguntarme si “ya me había muerto de soltera”, le había dicho que estaba en una relación estable, madura y con futuro. Cosa que, en mi diccionario emocional, significa “fui a cenar una vez con un tipo que usó una cuchara como micrófono”.
—Eh… salió. Muy temprano. Él es muy… productivo. ¿Sabes? Mañanas. Correr. Yoga. Café sin azúcar. Todas esas cosas que me irritan pero que aparentan equilibrio.
—Ohhh, qué bien —dijo, entrando como si fuera su casa. Ya estaba abriendo la nevera antes de que cerrara la puerta—. ¿Y cómo se llama el afortunado?
—Julianuel —respondí sin pensar.
—¿Qué?
—Jul… Julián. Digo. Manuel. Es que… lo llamo con apodos.
Me quiero morir.
Mi madre se sentó en el sofá, sacó un peine de la cartera (¿quién hace eso?) y empezó a acomodar su pelo con la elegancia de una diva de los 90. Cada movimiento suyo tenía la precisión de alguien que sabe exactamente cómo hacerte sudar sin necesidad de palabras.
—¿Y tú piensas que yo me voy a tragar ese cuento?
—¿Qué cuento?
—Ese tono de voz. La vacilación. La cara de pánico. Querida, soy tu madre. Te cambié los pañales y sobreviví a tu etapa de poesía dramática a los trece años. Sé cuándo estás mintiendo.
—No estoy mintiendo. Estoy improvisando.
—Exactamente.
Intenté desviar la atención ofreciéndole un café. Ella lo aceptó y empezó a dar vueltas por el departamento como si estuviera en un episodio de "Madres que inspeccionan espacios de soltería con precisión militar."
—¿Y esto? —preguntó, levantando una taza sucia de mi escritorio—. ¿Tu novio también usa tazas con dibujos de gatitos diciendo “No me hables antes del café”?
—Claro. Le encantan los gatos. De hecho, dice que se parece mucho a Simón.
—Tu gato es antipático.
—Por eso lo dice.
Suspiró.
—Sofía… si no estás saliendo con nadie, no tienes por qué mentirme.
Y allí estaba. La frase. La que siempre viene acompañada de una mirada de decepción tan poderosa que podría marchitar plantas.
—Es que… no quiero que me preguntes cada tres días si voy a morir sola.
—Bueno, no cada tres. Tal vez cada cinco. Soy realista.
—¡Eres intensa!
—¡Soy tu madre! Si no te presiono yo, ¿quién?
—El sistema. Instagram. La señora del ascensor que me mira con lástima porque no llevo anillo.
—¡Pero ellas no te cocieron las rodillas cuando te caíste en bici!
Silencio.
Después de ese intercambio digno de premio, me rendí. Le serví el café, me senté frente a ella y traté de fingir que todo era normal.
Hasta que, como si no fuera suficiente la incomodidad, mi madre dijo, mientras sorbía su café con ruidito (sí, ese):
—Ah, por cierto. Hablé con tu tía Elsa. Está organizando su cumpleaños número 60.
—Ajá… —respondí, oliendo la trampa.
—Y me recordaste hace unas semanas que irías con tu pareja. ¿Te acuerdas?
...
...
...
—¿Eh? ¿Yo dije eso?
—Sí. Muy convencida, por cierto. Que este año querías presentar “por fin” a tu pareja “seria y estable”. Tus palabras. Con comillas incluidas.
—¡Claro! ¡Sí! Lo tengo todo planeado. Solo… no lo había mencionado porque quería que fuera sorpresa.
—¿El nombre también es sorpresa? Porque aún no sé si es Julián o Manuel.
—¡Es Julianuel! —grité, perdiendo toda dignidad y lógica.
Mi madre me miró. Sonrió. Esa sonrisa. Esa que usa cuando sabe que estoy atrapada en mis propias mentiras.
—Tienes una semana para presentarlo. Después de eso, lo quiero en la fiesta. Y si no, voy a pensar que lo inventaste. Y no querrás eso… porque sabes que tu prima Clara es abogada y adora humillar a la gente con verdades incómodas en eventos familiares.
...
Me atraganté con el café.
—¿Estás bien? —preguntó ella, con voz dulce.
—No. Estoy condenada —respondí, limpiándome la lágrima (de risa o de miedo, no estoy segura).
—Perfecto. ¡Entonces qué emoción conocer a Julianuel! ¿Tiene Instagram?
—¡No tiene redes! ¡Es un hombre misterioso! ¡Madura old school!
—Ahhh… interesante. Ya me gusta.
Genial. Ahora no solo tengo que inventar una relación, tengo que presentarla en sociedad.
Y así, una visita sorpresa, un café mal servido y una mentira que creció como pan con levadura mal medida, terminaron con una promesa de pareja falsa para un cumpleaños familiar.
¿Lo peor?
No tengo ni idea de quién va a ser mi Julianuel.