Caos de Sofía

Capítulo 21: Cumpleaños, mentiras y cara de póker (Parte 1)

La fiesta de cumpleaños de mi tía Elsa no era un simple evento. Era una institución. Cada año, sin falta, la familia entera se reunía en su honor con un ritual que consistía en comer hasta no poder más, criticar en voz baja (o a veces no tan baja) a quien pasara por delante, y obtener actualizaciones no solicitadas sobre el estado sentimental, financiero o reproductivo de cada asistente. Por supuesto, no podía faltar el famoso “¿y tú para cuándo?” dirigido a cualquiera que todavía no hubiera presentado pareja, hijos, casa propia o algo que pudiera considerarse un avance hacia la estabilidad adulta.

Yo me había acostumbrado a este ciclo inquebrantable, tanto que tenía mi propio kit de supervivencia emocional: un corrector de ojeras en un tono más claro para aparentar que había dormido, una tarta del supermercado meticulosamente decorada con flores de azúcar para simular esfuerzo casero, y mi sonrisa falsa predilecta, esa que decía “estoy estable y realizada, gracias por preguntar” mientras mi interior gritaba por una copa de vino y una escapatoria inmediata.

La diferencia este año era que mi madre, con el entusiasmo de una reportera de farándula, había anunciado en el grupo de WhatsApp familiar que, finalmente, su hija estaba “acompañada”. No solo acompañada, sino en una relación con un hombre tan fascinante que ni siquiera parecía real. Y, en efecto, no lo era.

"¡Sofía viene con su pareja este año! 💕 Se llama Julianuel (¡sí, suena elegante, ¿verdad?!) y estoy deseando que lo conozcan 🥰💍🎉"
Sí, emojis de anillo incluidos.

Mi madre no solo había esparcido esta noticia como confeti en un carnaval, sino que, al parecer, la familia entera ya había tomado notas mentales para interrogarme a fondo. No podían esperar para conocer al mítico Julianuel, ese nombre que probablemente evocaba imágenes de un poeta francés o de un galán de telenovela. Y yo… bueno, yo solo tenía una idea vaga de cómo iba a salir de esta.

Llegué al salón con un vestido cuidadosamente seleccionado: lo suficientemente bonito para que pareciera que me había esforzado, pero no tanto como para que alguien pensara que me había obsesionado. Era un equilibrio delicado. Había dejado a Simón encerrado en casa, su expresión de alivio al verme salir todavía fresca en mi memoria. Seguramente estaba agradecido de no ser arrastrado a esta telenovela familiar, aunque no me hubiera sorprendido que él mismo quisiera aportar un poco de drama extra si se le diera la oportunidad.

La decoración, como siempre, era un atentado a la sobriedad. Globos dorados brillaban desde cada rincón; las guirnaldas destellaban como si estuvieran compitiendo por llamar más la atención. Había servilletas con la cara de mi tía Elsa impresa, una tradición cuestionable pero que ella amaba con locura. Y allí estaban todos, sentados en círculo como si se tratara de una competencia de interrogatorios. Primas, tíos, sobrinos, y por supuesto, la tía Elsa en su trono decorado, radiante y lista para ser la estrella del día.

—¡Sofía! —exclamó ella al verme, levantando los brazos como si hubiera esperado este momento toda la vida—. Qué guapa estás, mi amor. ¡Y dónde está el galán? ¡Julianuel!

Toda la sala se giró hacia mí. Todas las cabezas, al unísono. Parecía que esperaban que alguien comenzara a tocar el violín o que un rayo de luz iluminara la puerta de entrada en ese preciso instante.
Tragué saliva. El nivel de atención me dejaba paralizada. Forcé una sonrisa, esa sonrisa que practicaba frente al espejo para emergencias sociales, y contesté:
—Ah… eh… viene en camino. Un poco resfriado. Pero valiente. Está luchando contra el virus y el tráfico, ¡ja ja!
“¡Ja ja!” ¡Claro que sí, Sofía! Qué manera tan convincente de manejarlo. Sentí que mi risa falsa retumbaba en las paredes como un eco incómodo.

Mi madre, naturalmente, asintió con una sonrisita de “mi yerno es perfecto hasta cuando tose”. Mi tía levantó una ceja, su expresión de escepticismo tan fuerte que podría haber competido con las cejas de una actriz de teatro clásico. Y luego estaba mi prima Clara, la abogada. ¿Por qué siempre son las abogadas las que tienen ese don de mirar a través de ti? Sacó su teléfono y lo sostuvo como si estuviera lista para registrar cada palabra que saliera de mi boca. Era como si estuviera a punto de hacerme una auditoría amorosa completa.

Intenté sentarme lo más lejos posible del epicentro de los chismes. Elegí un asiento junto a una ensalada que ni siquiera planeaba probar, y fingí estar muy concentrada mirando mi celular. En realidad, no tenía nada nuevo en el teléfono, solo un mensaje de hace tres horas que decía:
“Salgo en un rato. No te preocupes.”
Firmado: Julián (el real).

Por supuesto, mi madre no tardó en acercarse, armada con un plato de pastel y una expresión de curiosidad implacable.
—¿Qué le pasa exactamente? —preguntó, usando ese tono amable que las madres dominan cuando están investigando.
—Mocos —respondí, con la naturalidad de quien dice “se quedó atrapado en el tráfico”.
—¿Mocos? —repitió ella, arqueando una ceja.
—Sí. Y un poco de fiebre espiritual. Pero se pondrá bien. Se está medicando con sopa y series de detectives.
Mi madre suspiró, como si acabara de escuchar la noticia más conmovedora del día.
—Ay, qué responsable —murmuró, llevándose el pastel a la boca.

Justo cuando creía que había logrado calmar las aguas, Clara entró en la conversación desde el otro extremo de la mesa, con su tono de “aquí se va a descubrir toda la verdad”.
—¿Y no era médico él? —preguntó, mirándome como si tuviera mi declaración en audio para analizarla luego.
—No, no. Es... ilustrador. Pero médico de... emociones. Ilustra libros... terapéuticos. Para niños. Con traumas. Que superan a sus padres con magia y gatos.
Clara levantó ambas cejas. Asintió lentamente, como si estuviera archivando esa información en una carpeta mental etiquetada como “Mentiras dudosas”. Luego, sin dejar de mirarme, empezó a teclear algo en su teléfono. Probablemente ya estaba buscando “Julianuel ilustrador terapéutico con gatos mágicos”.
En ese momento, quería evaporarme. Ser un holograma. Desaparecer en una nube de confeti, o al menos fusionarme con el mantel.
Y entonces, justo cuando pensaba que al menos había logrado ganar tiempo, mi teléfono vibró.
Julián: Me atrasé un poco. Llego en 30. Guárdame pastel (si hay). 🧁
Treinta minutos más. ¿Podría soportarlo? Treinta minutos más de presión, de sonrisas forzadas, de fingir que esperaba con ansias a alguien que no existía… al menos no en la versión que ellos imaginaban.



#98 en Otros
#47 en Humor
#347 en Novela romántica
#151 en Chick lit

En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 23.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.