Caos de Sofía

Capítulo 22: Silencios compartidos y otras declaraciones casi románticas

La fiesta ya era historia. Una historia que probablemente tendría grupo de WhatsApp propio y sería recordada con nombres como “La Batalla de Julianuel”, “El Cumple de los Dos Novios” o simplemente “La vez que Sofía casi se evaporó en público”.

Después de despedirme de mi madre con una sonrisa tiesa, sobrevivir los últimos abrazos de mi tía Elsa y rechazar el intento de Manuel de sacarme a bailar otra bachata con cucharón invisible incluido, logré escabullirme en el primer taxi.

El conductor me miró por el retrovisor y dijo:
—¿Primera cita?

—Algo así —respondí—. Multiplicado por dos, con flores falsas y testigos.

Él no preguntó más. Supo que estaba ante una mujer que había vivido demasiado por una sola noche.

Llegué a casa, me quité los zapatos como si fueran grilletes, tiré el bolso a un lado, y me desplomé en el sofá con un suspiro que sacó a Simón de su escondite con la típica cara de “otra vez traes el drama contigo”.

A los tres minutos exactos de silencio existencial, sonó el timbre.

Miré la hora. 00:46.

—No puede ser —murmuré.

Me levanté. Crucé el pasillo. Miré por la mirilla.

Era Julián.

Y no traía cara de “vengo a pelearte”, sino de “no me voy a ir hasta que hablemos, aunque tengamos que usar dibujos para expresarlo”.

Le abrí.

—¿Puedo pasar?

—¿Traes cuchillos emocionales?

—Solo pan de ajo.

—Bienvenido.

Entró.

No dijo nada al principio. Solo dejó la bolsa sobre la mesa. Yo me quedé de pie como una actriz secundaria sin texto.

—¿En serio trajiste pan de ajo?

—Lo creas o no, pensé que después de la peor fiesta de tu vida, te vendría bien algo reconfortante. Y como no sé tocar la guitarra ni dar discursos conmovedores... traje carbohidratos.

Sonreí. Apenas. Pero sonreí.

—Te sentás.

—Si tú te sentás primero.

Nos sentamos. Uno frente al otro. El aire era más denso que mi lista de fracasos amorosos.

Silencio.

—Hoy fue... demasiado —dije.

—Fue una comedia escrita por dos guionistas borrachos y un gato con rencor.

—Simón te hubiera aplaudido eso.

—Simón ya me juzga sin conocerme bien.

Nos reímos. Un poco. Y fue un alivio. Como si alguien abriera una ventana.

—¿Estás enojado? —pregunté.

—No.

—¿Decepcionado?

—Tampoco.

—¿Entonces?

—Confundido. Curioso. Y... un poco encantado.

Me atraganté con mi propio aliento.

—¿Encantado?

—Sí. Por ti. Por tu caos. Por cómo tratas de controlar todo mientras el universo te responde con cucharones cantores y parientes con voz de narradora de reality show.

—Eso es... poéticamente insultante.

—Te juro que es lo más bonito que puedo decir a esta hora.

Suspiré. Largo. Me recosté contra el respaldo del sofá.

—Yo no quería que nada de esto pasara así —dije.

—Entonces, ¿cómo querías que fuera?

—No lo sé. Simple. Tranquilo. Una conversación normal. Un café. Un beso decente. Una excusa honesta.

—Y terminaste con dos tipos peleándose en un cumpleaños con empanadas y testigos de tercera edad.

—Exacto.

Me llevé una mano al rostro. Me sentía estúpida. Y vulnerable. Y… muy consciente de lo mucho que me importaba lo que Julián pensara.

—Tenía miedo —dije, sin mirarlo.

—¿De qué?

—De que me gustaras.

Silencio. Él no se movió.

—Y me gustas. Mucho. Me gustas en el peor momento, en medio del mayor desastre, y no tengo idea de qué hacer con eso. Porque cuando alguien me gusta de verdad… siempre pasa algo. Siempre sale mal. Siempre me rompo.

Julián no respondió. No me interrumpió. Me dejó seguir.

—Y no quiero volver a romperme. No quiero ser la chica que se vuelve un chiste. O una historia más que termina mal.

—Sofía...

—Sí.

—No soy como él.

No dijo su nombre. No tenía por qué. Y eso me hizo sentir más segura.

—¿Cómo sabes...?

—No sé. Solo lo intuyo. He visto cómo te tensas cuando alguien se acerca mucho. Cómo esquivas los cumplidos. Cómo haces bromas cada vez que alguien se te acerca demasiado. Y cómo escondes la tristeza detrás del sarcasmo como si fuera un escudo.

Mis ojos se aguaron. No lloré. Pero estuve cerca.

—No quiero hacerte daño —dijo, más bajo—. No quiero ser una herida más. Pero tampoco quiero quedarme afuera, esperando que un día me dejes entrar solo porque ya no tengas miedo.

—Entonces... ¿qué hacemos?

—Lo que tú quieras.

—¿Aunque huya?

—Te espero en la puerta. Con pan de ajo.

Me reí. Esta vez de verdad. Y eso me desarmó por completo.

—Te juro que quiero intentarlo —dije—. Pero no me pidas que lo haga rápido. Ni perfecto. Solo... quédate. Un poco. Hasta que me acostumbre.

—Puedo quedarme. Mucho. Si es contigo.

Nos miramos.

Entonces él se acercó. No mucho. Solo lo justo. Lo suficiente para que sintiera el calor de su presencia. Para que el mundo no pareciera tan hostil. Para que yo dejara de temblar.

—¿Quieres... pan de ajo con queso?

—Solo si viene con promesa de no desaparecer.

—Te lo juro. Solo desapareceré si quemas la cocina. Y aún así, quizás me quede a apagar el fuego.

Le robé un trozo de pan. Lo mordí. Sonreí.

—Gracias por venir.

—Gracias por abrirme la puerta.

—Siempre la dejo cerrada. Pero hoy… no pude.

—Entonces ya estamos empezando bien.

Nos quedamos así. Sin besarnos. Sin decir más. Sin resolver el mundo.

Solo comiendo pan en el silencio de dos personas que, después del caos... estaban comenzando algo real.

Y por primera vez, no me pareció una historia que iba a terminar mal.

Julián se fue pasadas las dos de la mañana. Se despidió con un “nos vemos pronto” que no sonó a promesa vacía, sino a certeza suave. De esas que no necesitan rótulo.

Me quedé sola en el sofá, abrazando una almohada, con la última rebanada de pan de ajo en la mano y la cabeza girando como si fuera la lavadora en modo centrifugado.



#101 en Otros
#47 en Humor
#361 en Novela romántica
#154 en Chick lit

En el texto hay: vida real, comedia y amor, chiklit

Editado: 23.05.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.