Era uno de esos días que empezaban bien. Sin alarmas emocionales. Sin visitas maternas. Sin cartas ni novios ficticios.
Solo yo, con ropa cómoda, café caliente, y Julián… en mi cocina.
En. Mi. Cocina.
—¿Quieres azúcar? —le pregunté mientras revolvía el café con una cuchara que sobrevivió a tres mudanzas y un intento fallido de arroz con leche.
—No, gracias. Me gusta amargo.
—Ah, perfecto. Como tus traumas —dije sonriendo.
—Y como tus chistes —respondió sin perder el ritmo.
Nos sentamos frente a frente. Simón nos miraba desde la encimera con cara de “si se besan en mi presencia, abandono esta familia”.
—Entonces... —empezó Julián, soplando su taza—. ¿Después del caos del cumpleaños y el duelo de cucharones, decidiste seguir hablándome?
—Solo porque trajiste pan de ajo esa noche.
—Lo sabía. El pan conquista más que las flores.
—Y menos alérgico —añadí.
Reímos. Por unos minutos, todo fue normal. Tranquilo. Casi... perfecto.
Hasta que el cartero llamó.
Un sobre blanco. Sin remitente. Ni sello visible. Lo único que decía era: “Para Sofía. Urgente.”
—¿Otra factura emocional? —bromeó Julián mientras lo abría.
Pero mi sonrisa se evaporó al ver el contenido.
La letra.
Otra carta.
Y esta vez… hablaba de él.
"No te dejes engañar.
Lo que ves no siempre es lo que parece.
El silencio también oculta secretos.
¿Estás segura de conocerlo bien?
No te enamores demasiado rápido, Sofía.
Algunas personas saben ocultar sus verdades mejor que otras."
Le temblaron las manos.
Por primera vez desde que lo conocía, Julián parecía… vulnerable.
—¿Puedo verla? —preguntó.
Se la pasé. La leyó en silencio. Su expresión se endureció.
—¿Es la primera vez que recibes algo así?
Negué con la cabeza.
—He recibido otras. Pero esta vez… quería mostrártela. Porque ya no quiero suponer. Quiero saber.
Me miró. Y no con desconfianza. Con algo más honesto. Más dolido.
—Yo no te estoy ocultando nada —dijo, bajando la carta.
—Lo sé —respondí.
Y lo sabía. De verdad. Por eso la incomodidad no venía del mensaje.
Venía de otra cosa.
—¿Puedo verla otra vez?
La tomé de vuelta. Y fue entonces que ocurrió.
Reconocí la curva de la letra “r”, el remate nervioso en las “s”, el trazo extra en la “g”.
No podía ser.
—¿Todo bien? —preguntó Julián.
—Sí… no… no lo sé. Es que…
Tragué saliva.
—Creo que... reconozco esta letra.
—¿Qué?
—Es de una amiga. O... eso parece.
—¿Alguien que quería protegerte?
—¿O sabotearme?
Nos quedamos callados un instante. El aire se volvió más denso.
—¿Querés hablar con ella? —preguntó Julián, con más calma que juicio.
—Sí. Necesito respuestas.
—Está bien. Pero antes de que te vayas…
Me tomó la mano. Fue solo un gesto. Pero suficiente.
—Gracias por confiar en mí.
—Gracias por no salir corriendo.
—Después del cumpleaños, creo que ya no puedo asustarme con nada.
Nos reímos. Apenas.
Y aunque la carta nos había robado el momento... algo dentro mío supo que ya no estábamos igual que antes.
Ya no había dudas entre los dos.
Solo… una tercera persona en la ecuación que no sabíamos que existía.
Pero eso, lo resolveríamos.
Aunque tuviera que sacarle la verdad a Cata con memes, sarcasmo o una pizza como soborno.
Salí de mi departamento dejando el aroma de café aún flotando en el aire y a Simón bostezando como si no acabara de revelarse el enigma más grande desde la invención de las croquetas.
Llevaba la carta en la mano como si fuera evidencia de un crimen emocional.
Y con destino claro: Cata.
No podía negar lo obvio. Esa letra era suya. Esa “s” nerviosa. Esa “a” que parecía una “o con pretensiones”. Y ese tono pasivo-agresivo con un toque de misterio barato.
Era como si Sherlock Holmes hubiera estudiado redacción en Pinterest.
Toqué el timbre. Tres veces.
Estilo “urgencia sin posibilidad de negación”.
—¿Sofía? —abrió con un moño en la cabeza y una cuchara de helado—. ¿Traes pastel o venganza?
—Una cucharada de ambas, querida.
Entré como tormenta emocional. Me senté. Coloqué la carta sobre la mesa de café, como quien tira una carta trampa en una partida de póker.
—¿Te suena?
Cata bajó la cuchara. Miró el sobre. El color se le fue del rostro como si hubiera visto un fantasma disfrazado de suscripción de gimnasio.
—Ah.
—Ah.
—Eso es todo lo que vas a decirme: ¿“ah”?
—Bueno, también puedo decir “ups”.
—¡Cata!
—¡Está bien, está bien! —se tiró en el sillón como una actriz de telenovela vencida por sus propias decisiones—. Sí. Fui yo. Yo escribí las cartas.
—¿Desde cuándo?
—Desde la segunda semana que te mudaste.
—¡¿LA SEGUNDA SEMANA?!
—¡Es que no confiaba en tu radar masculino! ¡Tienes antecedentes horribles!
—¿Y eso justifica que me mandaras sobres misteriosos como si fueras una villana de serie de adolescentes?
—Prefería eso a verte enamorada de un sociópata con abdominales.
—¡Julián no es un sociópata!
—¡Tampoco sabías eso al principio! ¡Y tú tienes un tipo! Si no tiene traumas y mirada de “escondo algo”, no te atrae.
Me quedé en silencio.
—Touché.
—Solo quería que te mantuvieras alerta. Y sí, puede que me dejara llevar. Y sí, puede que el tono fuera un poco… críptico.
—Cata, escribiste “el silencio también oculta secretos” como si estuvieras enviando una amenaza desde una secta.
—¡¡Quedaba bien!! ¡Tenía ritmo!
—¡Parecía que estabas tratando de advertirme que él asesinó a su ex con una cuchara sopera!