Esa mañana me desperté con una vibra que solo puedo describir como “película romántica en sus primeros veinte minutos, justo antes del desastre”.
El sol entraba por la ventana como si tuviera contrato con la felicidad.
Simón me trajo un calcetín robado como ofrenda.
Y Julián me había mandado el mensaje más tierno desde la invención de los emojis.
¿Café a las seis? Y luego una caminata. O pizza. O silencio incómodo con miradas largas. Lo que quieras. Pero contigo.
Suspiré tan fuerte que el gato estornudó.
Tenía una cita. De verdad. Con un hombre real. En la vida real.
Y por una vez… parecía que todo iba bien.
Me pasé la mañana soñando despierta, ensayando qué decir y qué no decir:
Elegí un conjunto casual-elegante con aire de “no me esforcé demasiado, pero claramente me vestí durante una hora”. Me hice un peinado que duró cinco minutos y tres crisis internas. Y estaba eligiendo entre dos pares de zapatos idénticos (uno con plantilla y el otro con una plantilla ligeramente más sarcástica), cuando sonó el teléfono.
Y como ya sabemos, el universo no puede ver a una mujer feliz sin intentar arruinarle la tarde.
—¡¿Sofía?! —explotó la voz al otro lado antes de que pudiera decir “hola”.
Era mi jefe.
Ese ser mitológico que solo aparece cuando algo está a punto de explotar o cuando hay pastel gratis en la oficina.
—Sí, ¿todo bien?
—¡No, no está todo bien! ¡Acabo de recibir un mensaje de Manuel diciendo que está evaluando continuar o no con vos como ilustradora! ¿Qué está pasando?
—¿Qué...? ¿Cómo? ¿Evaluando qué?
—¡Eso preguntale a él! Pero si lo perdés como cliente, olvidate del contrato de mantenimiento. ¡Es uno de nuestros clientes más rentables, Sofía! ¡No podemos darnos el lujo de perderlo!
—Es un malentendido, seguro. Lo voy a resolver.
—¡Hacelo! ¡O empezá a buscar otra cuenta!
Clic.
El tipo me colgó como si fuera una llamada de spam.
Respiré. Conté hasta diez. No sirvió. Conté hasta quince.
Tampoco.
Miré el reloj. Las agujas eran crueles. 17:32.
Le escribí a Julián:
Podemos vernos a las 6:30 en vez de las 6? Me surgió una pequeña emergencia (nada grave). Igual quiero la pizza, no te asustes.
El corazón me latía como si hubiera corrido una maratón emocional sin agua ni motivación.
Abrí el chat con Manuel.
Le pedí que me atendiera cinco minutos.
Aceptó.
Me llamó.
Y su tono fue tan “dueño del poder” que quise colgar antes de empezar.
—Sofía, justo pensaba en vos —dijo, como si fuéramos viejos amantes en una película francesa.
—¿Qué pasa, Manuel? ¿Por qué escribiste ese mensaje a la empresa?
—Ah... eso. Nada grave. Solo necesitaba dejar en claro mi postura.
—¿Qué postura? ¿La de chantajearme?
—Uy, no me malinterpretes.
Solo dije que si no me siento prioritario, no puedo garantizar que el proyecto funcione.
—¡Esto es trabajo! ¡No una telenovela!
—Vos lo hiciste personal primero.
—¿Qué?
—Sofía, tenemos algo. Siempre lo tuvimos. Desde la primera videollamada donde discutimos durante media hora por un logo.
Lo que pasa es que ahora estás... distraída. Enredada con el vecino chef de miradas intensas.
—No tengo que explicarte mi vida personal.
—Y yo no tengo por qué seguir trabajando con alguien que no me da exclusividad emocional.
—¿¡Exclusividad emocional!? ¿¡Sos cliente o mi suegra!?
—Mirá, no me lo tomes a mal. Yo solo quiero que sepas que estoy dispuesto a seguir con vos. A apostar por tu talento.
—Ahá…
—Solo necesito un pequeño gesto.
—¿Un pequeño qué?
—Fingí que seguimos saliendo. Solo unos días.
Un par de publicaciones en redes. Una historia. Una foto juntos. Que Julián vea que no estás disponible.
Me quedé helada.
Ni siquiera en mi adolescencia más dramática alguien había sugerido algo así.
—¿Y si no lo hago?
—No voy a gritarte ni insultarte. Solo dejaré de trabajar con vos. Y si alguien me pregunta, diré que fue por... incomodidad. Nada más. Vos sabés cómo son estas cosas.
Silencio.
—Te parece una locura, ¿no?
—No. Me parece bajo. Manipulador. Y triste.
—Entonces pensalo. Tenés hasta mañana. Si querés conservar el proyecto… ya sabés qué hacer.
Clic.
Colgó.
Me quedé ahí. Frente a la pantalla apagada. Sintiendo que me acababan de tirar un balde de realidad encima.
¿Fingir para mantener el trabajo?
¿Mentirle a Julián justo cuando por fin empezábamos algo real?
Me miré al espejo. Tenía la cara de una mujer que había vivido tres vidas en un solo año.
Me puse los zapatos.
Los más cómodos.
Porque iba a necesitar estabilidad.
Miré el reloj. 18:08.
Tenía veinte minutos para decidir si me subía a un encuentro honesto con Julián…
O al tren fantasma de Manuel y sus condiciones emocionales disfrazadas de propuestas laborales.
Simón me miró desde el sillón.
Maulló.
—Sí, Simón. Yo también creo que necesito un vino.
Pero primero, necesitaba decidir si iba a seguir siendo Sofía, la que miente para sobrevivir...
O Sofía, la que elige la verdad aunque se quede sin contrato.
Y esa respuesta… estaba a la vuelta de la esquina.
Con olor a pizza.
Y cara de hombre que me traía pan de ajo en lugar de problemas.