La historia que voy a contar sucedió un jueves. Un jueves que, en apariencia, parecía tranquilo. Había sol, el café tenía espuma perfecta, y Simón no había tirado nada al suelo en más de una hora. Lo cual, en su mundo, equivalía a un récord olímpico.
Julián me había escrito por la mañana:
Julián:
Hoy voy a hornear algo especial. Inspirado en Simón.
¿Tu gato tiene algún sabor favorito?
Yo no supe si estaba hablando en sentido literal o emocional, así que le respondí con lo más neutral posible:
Sofía:
Le gusta el olor a vainilla. Pero también le gusta pelearse con el cable del cargador. Tú verás.
Spoiler: Julián vio. Y decidió actuar en consecuencia.
Horas más tarde, me escribió:
Julián:
Tengo una sorpresa. Te la llevo en 10 minutos. Prepárate.
Yo pensé: “Un bizcocho, unas galletas, una disculpa simbólica por el caos reciente”.
Lo que NO esperaba era esto:
Una tarta de vainilla con forma de gato.
Orejas incluidas.
Bigotes de chocolate.
Colita enrollada hecha con fondant.
Y en la base, con letras glaseadas:
“Para el verdadero rey de la casa. Simón.”
—¡¿QUÉ ES ESTO?! —grité al abrir la puerta y ver a Julián sosteniéndola como si estuviera presentando a Simba en El Rey León.
—Es arte. Es homenaje. Es... tarta —respondió, sonriendo orgulloso.
—Julián, ¿le hiciste una tarta a mi gato?
—¡Sí! ¡Es su tarta de homenaje! No sabía si se celebraba con vela o con croqueta, así que lo dejé neutro.
Yo no sabía si reírme, llorar, o adoptar legalmente a Julián como mi proveedor emocional oficial.
—¿Y si no le gusta?
—¿Quién no ama una tarta de sí mismo?
Spoiler #2: Simón.
Apenas entró y vio la tarta, Simón se quedó inmóvil. La observó desde el pasillo. Apretó las orejas. Bajó el lomo.
Yo murmuré:
—Oh, no… está activando su modo ninja.
Y entonces ocurrió.
Simón saltó sobre la mesa.
Y atacó.
Primero con un zarpazo al “ojo de glaseado”.
Luego se abalanzó sobre la oreja izquierda de vainilla.
Y finalmente, con un grito felino que yo nunca le había escuchado, le mordió la colita de fondant hasta arrancarla.
Julián se quedó congelado.
—¿Qué... está haciendo?
—Lo está defendiendo de sí mismo —respondí, sin dejar de grabar el momento con el móvil.
Cuando terminó, Simón se sentó sobre los restos de la tarta, se lamió una pata con superioridad y nos miró como diciendo “así se defiende el trono”.
La tarta… había muerto en batalla.
Al rato, mientras intentábamos salvar lo que quedaba de bizcocho, recibí una videollamada de mi madre.
—¡Hola, Sofía! ¿Qué tal? ¿Todo bien con Julián?
—Todo… pegajoso. ¿Por?
—Vi la foto que subió Clara al grupo de “Amigas de Elsa”: ¡una tarta preciosa con forma de gato! ¿Es del bautizo?
—¿Bautizo? ¿De qué?
—¡Del nieto! ¡Ya sabía yo que esos dos están más avanzados de lo que admiten! ¡Un pastel temático es una declaración! ¿Es niño o niña? ¿Cómo se va a llamar? ¿Gatuno? ¿Michiel? ¿Vainillita?
—Mamá, ¡es una tarta para Simón!
—¡Ahhh! ¡Ya decía yo que ese gato tenía buen karma!
Colgué antes de que ofreciera reservar la iglesia.
Después del ataque, Simón durmió seis horas como si hubiera salvado el universo. Julián limpió la cocina mientras murmuraba “esto no le pasa a los chefs de verdad”, y yo guardé lo que quedaba de la tarta en un tupper con la etiqueta “RECUERDO DE GUERRA”.
Y por supuesto, el chisme corrió.
Rubén me lo dijo al día siguiente en el pasillo:
—Sofi… ¿es cierto que tu gato atacó un pastel con su cara?
—Sí, Rubén.
—¿Y que tu madre lo bautizó por error?
—También.
—¿Y que Julián lloró en silencio mientras limpiaba los restos de fondant del suelo?
—Eso no puedo confirmarlo. Pero había emoción en sus ojos.
—Bueno… ya mandaron la historia al grupo de “Vecinos con Gatos y Tensión Amorosa”.
Así que nada.
Ahora hay vecinos que creen que soy madre de un gato con nombre bíblico y otros que creen que vivo con un repostero emocional.
Y yo…
Yo solo quiero vivir en un edificio donde nadie saque conclusiones basadas en tartas.