Captive Of The Pact

Capitulo 3

Capítulo 3

"A veces, la sangre que corre por tus venas no te hace familia… solo te hace prisionera."

J.A. Redmerski

Alina Ivanov (18 años)

Había salido más temprano del trabajo, mi jefe me dijo que no hacía falta que me quedara más tiempo porque ese día el restaurante estaba prácticamente vacío. Con cierta vergüenza, le pedí un adelanto de mi salario, y entre eso y las escasas propinas del día, apenas logré reunir lo suficiente para cubrir el alquiler del mes. Caminaba por las calles frías y algo desiertas del barrio, sintiendo cómo mi estómago rugía de hambre. En mi mochila traía las sobras del almuerzo que había logrado rescatar antes de salir, pensando en calentarlas al llegar y cenar algo sencillo, aunque fuera poco. El cielo ya comenzaba a oscurecerse, teñido de tonos grises con restos de luz que se filtraban entre los edificios viejos. Aceleré el paso, deseando llegar cuanto antes a casa, darme una ducha y tratar de descansar lo poco que pudiera antes de enfrentar otro día igual.

Pero en cuanto doblé la esquina de mi edificio y vi la puerta del apartamento entreabierta, el corazón se me detuvo. Algo no estaba bien. Mi respiración se volvió más rápida, mis sentidos se agudizaron, y un presentimiento horrible me recorrió la espalda como un escalofrío. La puerta nunca estaba abierta, y mucho menos a esa hora. Me acerqué con cautela, aguzando el oído. Desde adentro se escuchaban gritos apagados, golpes y ruido de objetos cayendo. Mis piernas comenzaron a temblar mientras un pensamiento me atravesaba como una daga: Otra vez… otra vez esa maldita rutina. Sabía, sin necesidad de verlo, que mi padre se había metido en problemas de nuevo. Tal vez otra deuda. Tal vez otra noche de violencia. ¿Cómo era posible que siempre repitiera los mismos errores?

Entré en silencio, empujando la puerta con cuidado para no hacer ruido. La escena que encontré hizo que todo dentro de mí se paralizara. Mi padre estaba tirado en el suelo, amordazado, con las manos atadas a la espalda. Tres hombres lo rodeaban, todos con armas a la vista, todos con una presencia amenazante que erizaba la piel. Sus rostros eran serios, implacables. Parecían hombres acostumbrados a la violencia, de esos que no dudan antes de apretar el gatillo. Aún no se habían dado cuenta de que yo estaba allí. Estaban de espaldas, concentrados en mi padre, que me miró con desesperación al notar mi presencia, con los ojos abiertos como platos, rogándome que lo salvara. Con un movimiento de cabeza, le hizo una seña al más musculoso, pidiéndole que le quitara la mordaza. El tipo asintió, se agachó y le retiró el trapo sucio que tenía atado a la boca.

—Déjenme libre... por favor, yo... yo les voy a pagar —suplicó con voz rota—. Tengo una hija... se la pueden llevar. Puede trabajar en el prostíbulo. Es hermosa... y virgen.

No sentí el suelo bajo mis pies. Todo se detuvo, incluso el tiempo. No creía lo que estaba oyendo. Las palabras salieron de su boca con tanta frialdad, con tanta naturalidad, que fue como si me hubiera apuñalado el pecho. No me miró mientras lo decía. Ni siquiera titubeó. Para él, yo era una moneda de cambio. Una solución temporal. Una forma de quitarse el problema de encima. Siempre había tenido la esperanza de que, en lo más profundo, a pesar de todos sus errores, me quisiera aunque fuera un poco. Solo nos teníamos el uno al otro. Pero ahora entendía que no era así. Nunca lo fue.

El tipo musculoso levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los míos. Fue cuestión de segundos. Le hizo una seña rápida al que estaba a su lado, que se giró al instante y corrió hacia mí. Intenté retroceder, correr, escapar de esa mirada llena de oscuridad, pero fue inútil. Me atrapó del cabello con fuerza, tirando de mí como si fuera un saco de basura. Sentí sus manos asquerosas en mi cuello, su respiración cerca de mi cara, su mirada sucia recorriéndome como si ya me hubiera desnudado. Me revolvió el estómago. Quise gritar, patear, hacer algo, pero me sujetó con demasiada fuerza. Forcejeé, me debatí, pero fue en vano. Me empujaron hacia la calle y me metieron en un auto negro. Mientras me subían, vi cómo el tipo musculoso comenzaba a golpear brutalmente a mi padre. Cada golpe sonaba seco, violento. Lo dejó tirado, sangrando, con el rostro desfigurado. Y aun así, una parte de mí quiso gritarle que se detuviera. Porque, aunque me hubiera vendido, aunque me hubiera traicionado de la peor manera, dolía verlo así. Dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Me ataron las manos y me pusieron una mordaza en la boca. Dentro del auto, Elio —así llamaban al musculoso— dio órdenes con voz firme. Dijo que tuvieran listas a las chicas nuevas porque esa noche llegaba el Capo: Salvatore Rossi. El nombre quedó flotando en el aire como una amenaza. Tobias, el otro hombre, me miraba con deseo, sin molestarse en disimularlo. Elio lo fulminó con la mirada, advirtiéndole que no se atreviera a tocarme.

Llegamos a un club llamado La Noche del Diablo. El nombre le hacía justicia al lugar. Todo era lujo superficial, luces de neón, columnas negras brillantes, una barra de tragos enorme, y hombres observando con lujuria a las mujeres que bailaban semidesnudas. El aire olía a perfume barato, sudor y alcohol. Sentí náuseas. Todo en mí gritaba que quería huir, correr, desaparecer.

Me arrastraron por un pasillo y me dejaron en un camerino. Allí me esperaba una mujer de mediana edad, con una figura voluptuosa que exageraba con escotes demasiado ajustados. Llevaba el cabello teñido de rojo intenso y los labios pintados con un rojo que ya estaba corrido. Aun así, me sonrió como si todo esto fuera parte de una rutina aburrida.

—Un gusto, soy Natalia. Pero dime Talia —me dijo, ofreciéndome la mano como si estuviéramos en una reunión de té.

Le estreché la mano con frialdad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.