Captive Of The Pact

Capitulo 7

Capítulo 7

“A veces el alma recuerda lo que la memoria ha olvidado.”
Lang Leav
Rosalie Hall (18 años)

—Siempre vamos a estar juntas —dijo la niña de cabello dorado y ojos azul zafiro.

Las palabras resonaban como un eco en mi mente mientras observaba aquella escena, como si fuera una espectadora silenciosa. Estábamos en un pequeño parque, rodeado de árboles frondosos que se mecían suavemente con la brisa. Las hojas secas crujían bajo sus pies pequeños mientras jugaban sin preocupaciones. Dos niñas, una de cabello rubio platinado y ojos celeste —demasiado familiar— y otra con una expresión de ternura en el rostro. La primera tropezó y cayó de rodillas. La otra se apresuró a consolarla, secándole las lágrimas con sus pequeñas manos.

—No llores, Rosi… —murmuró con dulzura.

Y eso fue lo último que escuché antes de despertar.

Me incorporé sobresaltada en la cama, con la respiración entrecortada. Nunca antes había tenido visiones tan claras. Las anteriores eran fragmentos sueltos, borrosos, apenas audibles. Pero esta… esta había sido distinta. Nítida. Casi real. Podía recordar el parque, los colores, los rostros… y sobre todo, esa sensación de conocer a esas niñas, como si una parte de mí supiera quiénes eran, aunque mi memoria se negara a entregarme respuestas.

Me llevé las manos al rostro, tratando de despejarme. No tengo recuerdos de mi infancia. Solo sé que un día desperté en un hospital, con cinco años, y me dijeron que mamá nos había abandonado. Papá siempre insistió en que era normal no recordar cosas de tan pequeña, y yo le creí. Pero entonces, ¿por qué esas visiones? ¿Por qué desde niña he sentido que hay algo más… algo que falta?

Nunca duraban tanto. A veces eran solo destellos, emociones sin forma, pero hoy… hoy fue diferente.

Pensé en mamá, o en la idea que tengo de ella. Porque no tengo una imagen clara en mi mente. Papá nunca guardó fotos de ella. Siempre evitaba hablar del tema. A veces, en el fondo, pensaba que me odiaba… que tal vez le recordaba a ella y por eso no podía mirarme con ternura. Nunca conocí el amor maternal. Y si soy honesta, tampoco el paternal.

A veces me siento sola en el mundo, como si no perteneciera a ningún lugar. Pero dentro de mí… hay una voz suave, un susurro, que me dice que no estoy sola. Que alguien estuvo conmigo desde el principio. Aunque quizá… solo estoy delirando.

Salgo de mis pensamientos al observar con atención el lugar en el que me encuentro. La habitación es enorme, de techos altos y ventanales que dejan entrar la luz matutina filtrada por gruesas cortinas de lino. Todo es lujoso, perfecto, irreal. La alfombra bajo mis pies es suave, el mobiliario de madera oscura tallada a mano. Cada detalle grita riqueza, poder, perfección.

Y entonces, los recuerdos de anoche caen sobre mí como un balde de agua fría.

Un matrimonio arreglado. Seis meses. Con Salvatore Rossi.

El nombre se instala en mi pecho como un latido irregular. Salvatore Rossi. El hombre con quien compartiré un apellido. Su rostro está marcado por cicatrices y quemaduras, pero no me parece aterrador… no por eso. Lo que me inquieta es lo que transmite, esa calma contenida, esa frialdad que parece tallada a fuego. Me avergüenza admitirlo, pero hay algo en él que me atrae. Y me avergüenza, no por sus marcas, sino porque esto es un matrimonio arreglado, un pacto sin amor, sin elección. Y aun así, hay algo en su presencia que no logro ignorar. Tal vez sea el misterio. O quizás sus ojos… esos ojos grises que parecen haber visto de todo.

Niego con la cabeza. No debo pensar en eso.

Mi padre… ¿estará bien? Una parte de mí lo desea. A pesar de todo, de los gritos, de los golpes, del abandono. Él es lo único que conocí durante años. Por más rota que fuera esa vida, fue mi realidad. Quiero creer que puede cambiar. Pero me dolió. Me dolió que me ofreciera como si no significara nada. ¿Acaso un padre no debería proteger a su hija? ¿Entonces por qué el mío nunca lo hizo?

Un golpe suave en la puerta me hace sobresaltar.

—Pase —dije, aún envuelta en la sábana hasta el pecho.

La puerta se abrió despacio, y entonces lo vi. Salvatore Rossi. Su presencia llenó la habitación por completo. Alto, imponente, con esa postura rígida que parecía controlar cada centímetro del espacio a su alrededor. A pesar del tamaño del cuarto, su sola figura lo hacía parecer más pequeño.

Se quedó observándome en silencio. Su expresión era neutra, impasible, como siempre. Pero en sus ojos grises… algo cruzó fugazmente. Algo que no supe descifrar. Tal vez fue mi imaginación.

—Hola —susurré, con vergüenza, bajando la mirada. No sabía qué hora era, pero por el cansancio del día anterior, debía haber dormido profundamente. Apenas recordaba haber salido de la ducha antes de caer rendida sobre la cama.

—Hola —respondió con voz baja mientras se acercaba unos pasos más—. Mientras dormías, llegó tu ropa. Puedes disponer de toda ella. Si hay algo que no te gusta, házmelo saber.

Me quedé inmóvil, sorprendida.

¿Me había comprado ropa?

Nunca nadie había tenido un gesto así conmigo. Lo sabía, claro, era parte del trato… pero aun así, lo valoraba. Toda mi vida había usado ropa de segunda mano. Remendada. Rota. Esto… esto era diferente.

—Gra… gracias —logré decir, con la voz quebrada.

Asintió levemente y añadió:

—Te espero para desayunar.

Luego se dio la vuelta, cerró la puerta tras de sí y se fue.

Me levanté lentamente de la cama, con el corazón latiendo de forma extraña, y caminé hacia el armario. Era inmenso. Las puertas se abrían como las de un cuento de hadas y, al hacerlo, me encontré con filas enteras de ropa perfectamente organizada por colores y tipos: vestidos elegantes, blusas finas, faldas de seda, pantalones de corte impecable, abrigos de diseño. Marcas que solo había escuchado en comerciales de televisión o visto en revistas que recogía del suelo.




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