Capuccino de amor.

La chica del capuccino.

Miguel y Lola estaban en la azotea de un edificio, disfrutando de una tarde soleada. Ambos se apoyaban en la barandilla, observando cómo el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte, pintando el cielo con tonos anaranjados y rosados.

Lola, una joven de cabello rizado y ojos brillantes, no podía evitar mirar de reojo a Miguel mientras él hablaba. Era evidente que estaba enamorada de él; su mirada lo delataba. Miguel, con su sonrisa despreocupada y su forma relajada de ser, contaba una anécdota divertida de su día.

—Miguel, ¿alguna vez has pensado en quedarte en un solo lugar? —preguntó Lola, con una voz que apenas disimulaba su nerviosismo.

Miguel giró la cabeza y la miró, sin notar el ligero rubor en las mejillas de Lola.

—No sé, siempre me ha gustado moverme, conocer gente nueva, explorar. ¿Por qué?

Lola bajó la vista, jugueteando con un mechón de su cabello.

—Solo tenía curiosidad. A veces pienso que… sería bueno tener a alguien que me conozca desde hace tanto tiempo, que siempre esté ahí.

Miguel asintió, sin captar del todo, la insinuación en las palabras de Lola. A veces, su capacidad para ser tan despreocupado lo hacía insensible a los sentimientos de los demás. Pero Lola siempre había sido paciente, con una sonrisa cálida y una disposición a escuchar que la hacía invaluable en su vida.

—¿Tú quieres quedarte en un solo lugar? —preguntó Miguel, interesado.

Lola suspiró y sonrió suavemente.

—Quizás. Si ese lugar está con la persona correcta, entonces sí.

Miguel sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Bueno, siempre tienes a tus amigos, ¿no?

Lola asintió, aunque en su corazón deseaba que Miguel entendiera lo que realmente quería decir. Mientras el sol seguía descendiendo, ella se prometió a sí misma que algún día, cuando el momento fuera perfecto, le diría a Miguel lo que realmente sentía. Por ahora, su compañía era suficiente.

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Miguel Arce nació y creció en un barrio bohemio de Buenos Aires, rodeado de música y arte desde muy joven. Su madre, Elena Arce, era una artista plástica que llenaba la casa de colores vibrantes y esculturas intrincadas. Su padre, Julio Arce, era un músico retirado que tocaba la guitarra y cantaba tangos en pequeños bares locales.

Desde pequeño, Miguel mostró una inclinación natural hacia la música. Pasaba horas viendo a su padre tocar y aprendió a tocar la guitarra antes de aprender a montar en bicicleta. La música se convirtió en su refugio, un lugar donde podía expresar sus emociones y conectarse con los recuerdos de su infancia.

Pero la vida no siempre fue fácil para la familia Arce. Con su padre luchando para equilibrar sus sueños artísticos con las responsabilidades de mantener a su familia, Miguel aprendió temprano la importancia del esfuerzo y la dedicación. Las noches en que su padre regresaba agotado, pero satisfecho de un concierto en un bar, enseñaron a Miguel a valorar el trabajo duro y la pasión.

En la adolescencia, Miguel formó una banda con sus amigos del barrio, fue ahí donde Lola llegó a su vida. Tocaban en cualquier lugar que les permitiera, desde garajes hasta pequeños cafés. Estos años moldearon su personalidad: aprendió a ser resiliente, a trabajar en equipo y a nunca renunciar a sus sueños, sin importar cuán difíciles fueran las circunstancias.

Miguel también desarrolló una empatía profunda hacia los demás. Viendo a su madre lidiar con la crítica del mundo del arte y a su padre enfrentarse a la dura realidad del mundo de la música, comprendió las luchas y los sacrificios que cada persona hace por sus pasiones. Esto lo convirtió en alguien muy comprensivo y siempre dispuesto a escuchar a los demás.

Ahora trabajaba como barista para tener un ingreso estable mientras persigue su sueño de la música. Su carácter está marcado por la calidez y la autenticidad; su habilidad para conectar con las personas y su pasión por la música son el resultado directo de su crianza y experiencias de vida. Cada café que prepara está impregnado de su deseo de crear algo bello, no solo para él, sino para todos aquellos que cruzan su camino.

Sin embargo, su vida amorosa no ha sido muy exitosa, mientras caminaba para su casa, Miguel no podía evitar sonreír al recordar cómo sus primeras citas siempre estaban llenas de nerviosismo y risas tímidas.

Conoció a Ana en una exposición de arte, y desde el primer momento sintió una conexión innegable. Aunque el principio fue prometedor, poco a poco ambos se dieron cuenta de que sus caminos eran distintos. Las largas conversaciones nocturnas pasaron a ser breves intercambios de mensajes y finalmente, se despidieron con la promesa de recordar los buenos momentos.

Pero ahora estaba esa chica en su mente que siempre pedía capuccino. Miguel recordó la primera vez que vio a Laura cruzar la puerta. Era una tarde lluviosa y ella entró empapada, buscando refugio del aguacero. Llevaba un abrigo azul marino y el cabello mojado se le pegaba al rostro. Al verla, él sintió un impulso inexplicable de acercarse, pero se contuvo.

Desde ese día, Laura había convertido el café en parte de su rutina, y Miguel esperaba con ansias esos momentos en los que ella se sentaba a leer o a trabajar en su computadora. Sus breves intercambios de palabras eran suficientes para iluminar su día. Sin embargo, cada vez que intentaba entablar una conversación más profunda, las palabras se le atoraban en la garganta.

—¿Qué pasa si le digo algo y deja de venir? —se preguntaba Miguel mientras fingía concentrarse en su trabajo. La idea de perder esos pequeños momentos, esas sonrisas furtivas y miradas cómplices, le aterraba.

Miguel no podía evitar imaginar un futuro donde esos momentos se volvieran más significativos. Pero por ahora, esos pequeños intercambios eran suficientes. Laura era un rayo de luz en su vida cotidiana, y aunque la inseguridad lo mantenía en silencio, disfrutaba de la presencia constante que ella traía consigo.




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