Caricias dolorosas

Capítulo 2.

Akira

Cuando era pequeño, de algunos cinco años, solía asistir a las bodas de mis tíos y algunos amigos de mis padres. Eran aburridas, exageradas, el lujo pululaba a cualquier lado que miraras, los adornos eran artificiales, las personas criticaban a la novia: que si estaba muy flaca, que si muy gorda, que el vestido luce muy pobre, que el peinado está de espanto, que el maquillaje no es discreto, que no trae maquillaje, que no luce entusiasmada y un sinfín de cosas más.

Como era de suponerse yo nunca les presté atención. ¿Para qué? Yo solo iba por obligación y para comer. Las cenas bodísticas eran asombrosas.

Bodística: palabra que inventé a esa edad para referirme a las bodas.

El punto es que siempre me cuestionaba lo mismo. ¿Por qué las personas disfrutaban de vestirse de blanco, caminar por un camino con pétalos y estar parados como mensos durante casi una hora escuchando a un hombre con sotana? ¿Por qué una pareja de personas le enredaba un lazo de perlas a los que estaban casándose y por qué el hombre le colocaba un anillo a la mujer y viceversa? ¿Significaba algo?

Nunca me atreví ni acordé en buscarlo pues resultaba irrelevante. Así que dejé mi curiosidad pasar. Sin embargo, en cuanto le propuse matrimonio a Rebecca, todas esas preguntas sin respuesta llegaron a mí, no para someterme o torturarme, sino para hacerme concientizar que todo lo que se hace en una boda es simbólico de alguna u otra manera pues son creencias que hacen a las personas aferrarse.

Y yo, pese a que no entiendo ni un carajo de cómo funciona eso de casarte, busco aferrarme a la idea pues es lo que me tiene emocionado, contento y satisfecho a pesar de la negrura que nos envuelve.

Hace un par de días llegamos a Río de Janeiro y lo primero que hizo mi futura esposa fue pedirle ayuda al marido de una antigua amiga ya que su esposo trabaja en el registro civil y puede agilizar el movimiento de todo lo legal para que estemos unidos ante la ley, compartiendo un apellido: el mío.

La verdad me tomó por sorpresa, sigo estando en shock pues creí que después de la fatídica traición y revelación que tuvo respecto a esa mujer que decía ser su amiga, la dejaría absorta en la oscuridad por algún tiempo.

Pero me equivoqué.

Rebecca no es de las que se deja opacar, no es de las que se rinde pese a que todo se le viene encima. Sí, tiene sus decaídas, pero logra, de alguna u otra manera, levantarse, aferrarse a la vida y buscar motivos para continuar con la frente en alto.

Ella es todo lo que alguien como yo necesita a su lado.

Adrik no está ni un poquito contento en que me case, dice que solo me arruinaré la vida y que ella no vale la pena pues es en parte su culpa el que estemos de fugitivos. Obviamente su comentario no me gustó, al contrario, encendió una vena de bravura que desconocía en mí y le advertí que ni se le ocurriera meterse en mis asuntos, que solo le contaba porque es mi hermano y deseo su apoyo, uno que claramente no obtendré de él y está bien, no puedo obligarlo a ser quien no es, no puedo amenazarlo con apoyarme si no le da la gana. Pero eso no quita que me esté decepcionando cada vez más. Lo creí comprensible, tolerante, pero de un tiempo para acá, o sea, desde que nacieron sus bebés, está muy a la defensiva, muy cavernícola y neta que no lo tolero.

Mi réplica dicigótica, en cambio, fue más comprensivo. Dijo que él sería el padrino de anillos pues era lo mínimo que podía hacer por mí después de todo. ¿A qué se refería por eso? No lo sé. Dijo que en cuanto ordenara sus pensamientos me lo diría, solo pidió que no lo juzgara ni tampoco que lo odiara, que si hizo lo que hizo fue para protegernos a todos. ¿De quién? Bueno, no hizo falta que dijera su nombre porque sé todas las letras que envuelven ese nombre.

Eso es un asunto que me tiene inquieto, casi al grado de no pegar el ojo en la noche. Saber que Hendrik, mi abusador, está vivo, rondando por el mundo con libertad, me tiene paranoico.

He intentado platicar esto con Rebecca, ella más que nadie está sufriendo mis noches de desvelo, pero tan solo decir las palabras en voz altas me provoca una atresia esofágica y eso es absurdo porque esa malformación es congénita. Pero así siento la sensación, siento que mi esófago está estrecho, que no logro pasar alimentos, palabras, nada. Es un constante ahogo atascado que no puedo ahuyentar. Y duele, duele querer decir algo, gritarlo, pero no poder.

Aun así, sé que en algún punto debo decírselo, después de todo estaremos casados muy pronto si es que la amiga de Aries nos consigue la ayuda. Y al menos yo deseo entrar en limpio en esto, es decir, no quiero secretos, no de mi parte.

Deseo que Rebecca conozca la razón detrás de mí fobia, la razón detrás de mí inseguridad al momento de usar shorts o de estar desnudo. Tal vez si lo hablo con alguien logre sobrellevarlo mejor, después de todo cuando sucedió aquello no busqué más ayuda de la que me ofrecía mi abuelo, mucho menos pude contárselo a mis padres o hermanos.

Salgo de la ducha con la toalla enrollada en mi cintura y no la encuentro en la habitación. Frunzo un poco el ceño porque ella no es de andar merodeando a media noche, menos en esta casa que, según ella, le resulta espeluznante.

De pronto, la puerta abrirse me hace girar. Es ella, trae un vaso de leche en manos junto con un plato lleno de muchos brigadeiros, un postre típico de este país que la abuelita de Aries nos preparó con toda la alegría del mundo con ayuda de Dexter.




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