Caronte [historia corta; Halloween]

ACTO 1: Vértigo.

Desde que llegamos, algo no estaba bien. Las luces, las risas, el sonido crujiente de las carpas ondeando bajo el viento... todo parecía sacado de una vieja película muda. El circo estaba allí, plantado en medio de la nada, rodeado por la oscuridad absoluta. No había ni una señal de dónde venía, ni de cómo llegó. Solo aparecía.

Camino por los senderos de grava, con la gente a mi alrededor hablando en susurros, como si la misma presencia del circo los hiciera temer elevar la voz. Mi amiga, Mintsey, insiste en que esto es algo que tenemos que ver, que nos reiremos, que nos divertiremos. Pero en mis entrañas, siento un nudo, algo que me advierte que esta noche no será solo un entretenimiento pasajero.

Cuando entramos en la carpa principal, el aire se siente más pesado, denso, como si respirara con dificultad. Las luces de los candelabros parpadean, proyectando sombras grotescas en la lona. Esas sombras parecen moverse por su cuenta, más que seguir el ritmo de las luces. Un grupo de figuras aparece en el escenario: cinco hombres, todos con la misma sonrisa torcida, los mismos ojos oscuros y penetrantes.

Los hermanos Caronte.

Cada uno de ellos irradia una mezcla de atractivo y peligro. Hay algo en sus miradas, algo que no puedo comprender, pero me eriza la piel. Saben algo. Saben mucho más de lo que dejan ver.

Uno de ellos, el trapecista, se alza en medio del escenario, sus músculos tensándose bajo la tela ajustada de su traje. Él me mira. Me elige. Mi corazón da un vuelco cuando señala hacia mí, sonriendo con una familiaridad que me aterra. ¿Cómo podría haberme visto en medio de esta multitud?

—No tengas miedo —susurró.

Y antes de darme cuenta, estoy de pie en el escenario, envuelta en una atmósfera tan tensa que apenas puedo respirar. Sus manos me tocan con suavidad, pero hay algo perverso en su toque. Siento el vértigo. Las cuerdas del trapecio se tensan a mi alrededor y me eleva hacia el vacío.

El vértigo me golpeó con fuerza. Todo mi cuerpo temblaba, y mis dedos se aferraron a su brazo como si fuera la única cosa real en ese momento. Sentí el viento frío rasgando mi piel, la altura desorientaba mi mente, y el público se convirtió en un manchón borroso bajo nosotros. Estaba a su merced.

—Confía en mí —pidió cerca de mi oído, su aliento cálido en mi cuello, enviando una extraña mezcla de escalofríos y calor por mi espina dorsal.

Mi corazón palpitaba desenfrenado. Podía sentir sus músculos tensarse mientras se balanceaba de un lado a otro, acercándonos más a un vacío que parecía devorarnos.

En algún punto, él me soltó, solo por un segundo, pero fue suficiente para que mi cuerpo flotara en el aire, en una fracción de eternidad. Sentí la caída, la inmensidad bajo mis pies, y grité, aunque mi voz fue tragada por el viento. Y justo cuando pensé que todo había acabado, sus manos me atraparon de nuevo. Su risa vibró contra mi piel.

—No es tan malo caer, ¿verdad?

Sus palabras me perforaron, cargadas de una malicia que hasta entonces no había percibido. ¿Me estaba probando? No lo supe entonces, pero lo intuía. Este no era un juego para él. Era una caza.

Cuando volvimos al suelo, las piernas me temblaban.

—Soy Artem, Artem Caronte.

Lo miré al tiempo que se inclinaba en una reverencia y, por primera vez, comprendí el peligro. No me había salvado porque quisiera. Lo hizo porque aún el show no había culminado.




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