Caronte [historia corta; Halloween]

ACTO 3: La Jaula.

Cuando el acto terminó, me tambaleé hacia el pasillo lateral. Camino por la parte trasera de las carpas, donde el olor a humedad se mezcla con el dulzor rancio de la madera podrida.

Encuentro un cuarto oculto, y ahí, en la penumbra, veo fotografías antiguas colgadas en las paredes. Los rostros de los voluntarios, las mismas sonrisas que vi en los espectadores antes de subir al escenario, ahora están inmortalizadas en esas imágenes, pero hay algo que me hace temblar: ninguno de ellos ha vuelto a casa.

Una de las fotos me detiene en seco: una joven con un vestido de flores, con los ojos llenos de miedo. Ella fue voluntaria el año pasado. Recuerdo su rostro, su risa, pero... no volvió. Los hermanos están allí en todas las fotos, pero no parecen haber envejecido ni un solo día. Están atrapados en el tiempo, inmortalizados, como sus víctimas.

Sentía mi cuerpo liviano, como si ya no me perteneciera. La carpa estaba vacía, el silencio en el aire era sofocante, y entonces los vi a ellos: los gemelos.

Enzo y Luka, escuché a alguien susurrar sus nombres. Eran casi idénticos, pero había una frialdad calculada en sus ojos, una que me hizo retroceder. Uno sonreía, el otro simplemente observaba, como si estuviera evaluando hasta el más mínimo detalle.

—Nos preguntábamos cuándo llegarías —dijo Enzo, su voz suave y seductora.

—¿Te estás divirtiendo? —añadió Aaron, sin esperar respuesta.

El aire se volvió denso otra vez, como si estuviera atrapada en una pesadilla.

Enzo y Luka avanzaban hacia mí, sus pasos eran lentos, calculados, como depredadores acechando a su presa. Había algo profundamente inquietante en ellos. Sus rostros casi idénticos, pero con matices que solo se notaban de cerca: la sonrisa de Enzo era burlona, mientras que Luka tenía los ojos vacíos, fríos como el hielo.

El sudor frío corría por mi espalda.

—¿Estás lista para el acto final? —preguntó Aaron, sus palabras casi inaudibles, pero lo suficientemente penetrantes como para quedarse grabadas en mi mente.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi cerebro. Negué con la cabeza, pero mis pies no respondían. Sentía que me hundía más en el abismo con cada segundo que pasaba. Enzo se acercó y me tomó del brazo, su toque era suave, pero firme como una trampa cerrándose sobre mí.

—No temas, dulzura —murmuró cerca de mi oído—. Solo vamos a jugar un poco.

Intenté retroceder, pero mis pies se negaron a moverse. Las luces parpadeaban y las sombras parecían alargarse, como si el circo estuviera vivo, respirando a mi alrededor. Todo se sentía irreal, como si estuviera atrapada en un sueño del que no podía despertar.

Los gemelos me llevaron hacia el centro del escenario. Allí, una enorme jaula de hierro oxidado colgaba sobre una plataforma. Su aspecto era antiquísimo, como si hubiera estado allí desde tiempos inmemoriales, esperando a su próxima víctima.

—Sube —ordenó Luka, su tono era frío, carente de cualquier emoción.

Mi corazón latía con fuerza en mi pecho, y aunque quería resistirme, algo en mí me empujaba a obedecer. Me encontraba de pie frente a la jaula. Sus barrotes eran gruesos, cubiertos de polvo y telarañas. El chirrido metálico resonó cuando Enzo abrió la puerta, el sonido era como uñas raspando una pizarra.

—Sube, sube—alentó, sonriéndome de una manera perturbadora, dejando claro que lo que estaba a punto de ocurrir no sería simplemente una ilusión.

Entré en la jaula, el metal frío rozó mis brazos y piernas. El silencio del público se hizo ensordecedor. Luka cerró la puerta tras de mí con un golpe seco, y su rostro permaneció inmutable. Me di cuenta de que ahora era el centro del espectáculo, pero esta vez, ellos eran los espectadores.

Las luces, que antes eran brillantes, ahora parecían teñidas de un color rojizo, como si la sangre misma las cubriera. Mis ojos parpadearon, y allí estaban, los cinco hermanos, de pie frente a mí, sus rostros iluminados por la tenue luz, cada uno con una expresión distinta, pero todos con los ojos fijos en mí.

Jaxon, el mago, se acercó primero. Su mirada estaba cargada de una intensidad que me heló la sangre. Su sonrisa, tan vacía como las promesas de sus trucos, me hizo sentir pequeña, insignificante.

—Has jugado bien hasta ahora, pero el verdadero juego está por comenzar —murmuró, sus ojos oscuros brillaban con algo más profundo, una oscuridad que no alcanzaba a comprender.

Los gemelos estaban junto a él, observando cada uno de mis movimientos. Uno de ellos —Luka— tenía una cuerda entre las manos, la pasaba por sus dedos como si fuera un cazador que examina su lazo. La otra mano la apoyó sobre uno de los barrotes de la jaula, su toque parecía transferir la frialdad del metal a mi piel.

—Las reglas son simples —anunció Enzo—, no puedes escapar.

Sentí la garganta cerrada. Mi corazón golpeaba contra mis costillas, pero mis músculos estaban rígidos, paralizados por algo más que el miedo. Sabía que no podía moverme, que cualquier intento sería inútil.

—Vamos a divertirnos contigo... —dijo Luka suavemente, casi como una caricia verbal—. Pero no te preocupes, no dolerá demasiado.

La jaula comenzó a elevarse, arrastrada por cadenas invisibles. Me sentí suspendida en el aire, como en el acto del trapecista, pero esta vez sin el vértigo de volar, solo la terrorífica certeza de estar atrapada. Ellos eran los dueños de mi destino ahora, y yo, un mero entretenimiento.

Ninguno de los cinco hermanos rompió su mirada. Mi cuerpo temblaba, y el sudor cubría mi piel.

—Dinos... —interrumpió uno de ellos, Cassius, el más callado hasta ahora, su voz era baja, casi un susurro que se arrastraba por mi mente—. ¿Qué sientes?

Mis labios se movieron, pero no pude articular palabra. Solo podía sentir el peso de sus miradas sobre mí, el deseo retorcido que emanaba de ellos. No era sólo miedo lo que sentía. Algo más oscuro, más profundo, comenzaba a hervir en mi interior. Una mezcla de terror y una extraña excitación, como si el peligro me embriagara.




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