Prefacio
La catedral de Nôtre Dame se alzaba imponente frente a mis ojos. Bajo una tarde fría y nublada, el perfume con olor a lluvia envolvía mis sentidos mientras corría desesperado; mi corazón latía como si fuese el galope de un caballo salvaje que no deseaba dejarse atrapar. A medida que iba acercándome más, comencé a aminorar el ritmo; me volteé en varias ocasiones para asegurarme de que nadie venía detrás de mí.
Apreté la mandíbula soportando el roce que producía el lánguido suéter de lana en mi piel. A pesar de que me sentía exhausto, todavía apreciaba el dolor causado por las heridas que llevaba ocultas tras esa áspera lana. Cada movimiento de mi hombro me punzaba sobremanera. Seguí avanzando rumbo a la Catedral, sabía muy bien que mi padre no mandaría a buscarme dentro de un sitio así. No a mí.
Apoyé la espalda contra una fría pared; si bien el escenario era confuso, aun en esos momentos experimenté, al igual que en tantas otras oportunidades, que estaba pero a la vez no. Mis ojos, oídos y extremidades, toda mi materia rondaba gastando cada minuto de vida. Me consideraba un desperdicio. Froté las manos atrayéndolas a la boca para soplar un poco de aire caliente en ellas; el frío resquebrajaba mi cuerpo con temblores horrorosos.
Con la sucesión de los minutos, la tarde se iba diluyendo y daba lugar a la inminente noche. Miré a ambos costados con inquietud: aún percibía la adrenalina que circulaba por mi cuerpo, produciéndome un cierto malestar agridulce. Deslicé mi espalda hasta dejar extendidos los brazos encima de las rodillas, que se flexionaron conteniendo el frío; en un charco de agua vislumbré mi tétrico aspecto: pálido y ojeroso, advertí un corte en el labio y varios magullones cerca del cuello. El simple reflejo me causaba una repulsión incontrolable, así que desvié la mirada y me puse de pie rápidamente. La zapatilla espantó el fantasma de mí de un solo pisotón. Apenas erguí el cuerpo a duras penas, decidí retomar el camino. Debía hacer revivir mis maltrechos instintos de supervivencia, pues me consideraba perdido. La gente, los ruidos, las luces… para mí, aquello era parte de una pesadilla que todavía no tenía fin.
Pude percatarme de que un hombre me seguía. Logré verlo de manera difusa a la distancia, y la totalidad de mis sentidos comenzaron a reflotar con el objeto de no ser cazado, porque en esa posición me encontraba: como un animal intentando no ser atrapado. Comencé a acelerar con cada paso; tras escabullirme dentro de la Catedral, subí por una escalera y terminé en el tejado. Ahí, la helada brisa cortaba mi rostro; me quité la gorra y noté cómo mi cabello se arremolinaba al antojo del viento.
La nieve formaba un fino manto blanco sobre todo lo que allí había. Las gárgolas se ennegrecían alzándose ante un imperioso cielo; mi respiración se aceleró, apoyé la espalda contra la pared y me dejé escurrir. De inmediato metí la mano dentro del cuello del pulóver de lana y arranqué el cordón de una sacudida.
Yo desempeñaba el papel de un alma en pena que vagaba por el mundo provocando en los otros su propia autodestrucción. Era siniestro, jamás haría felices a los demás al tenerme; antes de ello, prefería complacerme a mí mismo, a mi orgullo, redimiéndome ante mi destino.
La sangre comenzó traspasar la lana de mi sweater y sufrí un padecimiento penetrante: el frío intensificó las sensaciones dolorosas. A lo lejos divisé la figura de un hombre corriendo hacia mí. Pero lo veía lejos… muy lejos…
Mis dedos se mancharon con mi propia sangre en tanto yo deseaba con ferocidad el final.
Entonces… la vi, sonriéndome, invitándome a seguirla vaya a saber dónde. Distinguí mi propia figura.
Fue la primera vez que me vi…
Me estremecí por completo.
Capítulo 1
Mi tío, Egmont Fisher, se convirtió en mi tutor al producirse la muerte de mis padres; él era lo único a lo que podía llamar «familia».
––Desde que tus padres no están, me he dedicado por años a trabajar para construir una empresa sólida; nada más que eso me da energía o, por lo menos, me motiva. Para un hombre como yo, que siempre ha tenido lo que quiso, la existencia se torna aburrida y eterna. No quiero lo mismo para ti, quiero que disfrutes de la vida, Nina: eres joven y estás perdiendo mucho aquí. He sido un viejo egoísta reteniéndote.
––Sí, lo sé… ––susurré.
Mi pasado trascurrió de acuerdo con una lógica extraña: un día abrí los ojos y mi vida había cambiado de un modo trágico y precipitado.
––Tengo que admitir, Nina, querida mía, que tú has sido mi perla preciosa, y creo que lo que te estoy pidiendo es algo que un tío debería pensar bien, más si se le ha encargado la custodia de su sobrina. Tus padres me dieron un regalo, y ese regalo eres tú, incluso me he sentido padre de ti durante estos años. Entiende mi postura, anhelo lo mejor para tu futuro.
—Tío Egmont, por favor ––solo me quedaba rogar, ya que no quería irme lejos––. Prometo no darte problemas. Es más: si así lo pides, juro que voy a adelantar los estudios en la universidad solo para que notes que mi vida está siendo invertida en un objetivo valioso, con la condición de que dejes que me quede aquí.
––Nina, el día que te pusieron en mis brazos… supe que serías especial. Con el tiempo y sin tus padres, debo confesar que al principio me metiste en un lío ––rió por lo bajo con evidente cariño—. Es que un hombre grande cuidando de una niña realmente era de locos, y más viniendo de mí. Tuve la suerte, y tú también ––sonrió—, de encontrar a Donata. Sin embargo, ella está enferma; si tú vives con nosotros, es evidente que se la pasará pendiente de ti, y sabes muy bien que no cuida su salud como dice el médico.