Ocho cotorras, tres guacamayas y cuatro gatos.
Camila.
Los martes solían ser días tranquilos y a Camila le gustaban los días así. Eran como vacaciones dentro de los días laborales. De hecho, de seis clientes que había en el bar esa noche, cinco estaban sentados en la barra, eso indicaba que no tendría que moverse demasiado; el otro hombre, que era el único que se encontraba en una de las mesas, había pedido una botella de ron, lo que quería decir que no la molestaría por largo rato.
Generalmente eso era bueno, se cansaba poco y tenía tiempo de pensar en sus cosas. Ese día era la excepción. Ryan Ross, aquel hombre que la había acosado y asustado la noche anterior, llevaba todo el día dando vueltas en su cabeza.
La noche anterior no había tenido mucho tiempo para pensar, pero desde que había despertado esa mañana, las once, él había tomado control absoluto de sus pensamientos. Y bueno, era normal que pensara en el ¿Verdad? Después de todo, el susto que Ryan Ross le había dado la noche anterior era algo que recordaría para siempre. Pero ahí era donde radicaba el problema: cuando recordaba, no recordaba lo asustada que había estado ni como aquel hombre le había perseguido por las calles oscuras hasta casi provocarle un paro cardíaco.
Lo recordaba a él. Su rostro oculto en la oscuridad, la forma en que se movía; su voz, aterciopelada, suave y profunda. Aun podía escucharla si lo intentaba...
Hacía mucho tiempo que la gente había dejado de reírse con ella para reírse de ella. Que Ryan Ross la mirara y le sonriera sinceramente, aunque solo fuera para conseguir Dios sabe que, era un cambio agradable.
Debía aclarar que no se sentía, para nada, atraída hacia él. Ni siquiera lo conocía -aunque eso no había sido un problema anteriormente- y Ryan Ross no entraba dentro del grupo de chicos que solía gustarle.
A sus 23 años, Camila había pasado por una larga hilera de amores, todos ellos extraños y poco convencionales. Malas influencias para niñas buenas, pero la compañía ideal para alguien como ella. El último de sus novios, Mac, cuyo verdadero nombre era MacArthur era todo lo distinto que se podía ser de Ryan Ross.
Lo primero que ella se había preguntado al conocerlo era que clase de individuo podía llamarse así. Y claro, solo podía ser el hijo de una artista extraña y psicodélica que vivía en una caravana a las afueras de la ciudad, con ocho cotorras, tres guacamayas y cuatro gatos y consumía marihuana como si fuera el secreto de la eterna juventud. El pobre Mac, parecía intentar con todas sus fuerzas seguir el camino de su madre. Se creía escultor, aunque Camila debía admitir que todo lo que había hecho era un asco, y lo que no era un asco no había sido terminado.
Mac era la clase de persona contra los cuales las madres preocupadas advierten a sus hijas: tatuados, y horadados hasta en los lugares más insólitos, alcohólico y asiduo usuario de las drogas, amante del sexo salvaje; esto último no estaba tan mal, pero a las madres preocupadas no solía gustarle que sus hijas inocentes lo practicaran.
Por estas y muchas razones Mac no podía ser menos parecido al tranquilo y aparentemente confiable Ryan Ross.
Entonces ¿Por qué diablos no podía sacarlo de su cabeza?